lunes, 28 de julio de 2008

Dia 2: Göreme y el Valle de Ihlara

Sabiendo que nuestro supuesto viaje en globo ha sido cancelado ante la posibilidad de viento y lluvia, decidimos descansar unas horillas más. A las 9 estamos en la sala del desayuno: pido un menem en, un desayuno frecuente en Turquía a base de tortilla, queso blanco bastante salado y rodajas de tomate y pepino fresco que combinar al gusto. Y a las 9:30 viene el minibús a recogernos. Me resulta curiosísimo el número y uso de los minibuses-recogeturistas que hay en este país… Hay millones de ellos y su función principal es evitar que el turista se pierda y que se sienta arropado siempre entre ese “posible caos” que le puede parecer Turquía. Sin embargo, y sin ánimo de ofender, siento que a veces se trata de tonto al turista, evitándole caminar 100 metros o incluso 50. No vaya a ser que se pierda…

Hoy hemos decidido ser auténticos “guiris” y hemos contratado un tour por la zona sur de la Capadoccia. Nos lo han recomendado, dado que no tenemos mucho tiempo y son 220 kilómetros poco turísticos y con pocas posibilidades de transporte. Vamos los 4: Alfonso, Alysia, Anissa y yo. Eso me anima. En el grupo también hay asiáticos (siento no saber definir), australianos, y un par de españolas, como no.

Tras ver la panorámica de Göreme, el primer destino es Derinkuyu, la ciudad subterránea más grande de la zona. Dicen que hay alrededor de 40 y están interconectadas a través de túneles. La construyeron los cristianos para refugiarse de los árabes y llegaban a pasar entre 2 y 3 semanas en aquellas galerías oscuras y frías, aunque bien organizadas. Me sorprende que incluso tengan una escuela y una iglesia en forma de cruz latina en el piso inferior. En total, Derinkuyu tiene 8 plantas y una profundidad de 80 metros. Todo me parece interesante y curioso, pero me molesta la prisa constante que nos mete la guía, pues no nos deja sacar fotos con la tranquilidad y el tiempo necesario. Confirmo una vez más que estos viajes organizados no son para mí.

A la salida, nos dirigimos al Valle del Ilhara, un cañón por el que fluye el río Melendiz y por el que andaremos alrededor de una hora. Agradezco un poco de contacto con la naturaleza, si bien admito tener un poco de miedo y paranoia constante por tropezar con alguna serpiente, que además aquí son venenosas según la guía que he comprado. Las detesto más que a las ratas y toda esa sensación viene confirmada por alguna reacción de nuestra guía cuando tres franceses se han salio de la senda y empiezan a subir a las cuevas campo a través. Les recomienda que vuelvan de inmediato al camino principal.

Sin embargo, estos momentos de miedo interior desaparecen cuando topamos con un grupo de niños. Mientras uno ofrece paseos en burro, los otros dos están subidos a una piedra y “venden” manzanitas. Les echo una foto e inocentemente me acerco para enseñársela, pero de repente me atacaran con un constante “Hello, photo, money” que no puedo evitar relacionar con la India. Con esta frase nos recibirán metros más adelante otro grupo de niños que están bañándose en el río. Algunos insistirán un poquito, mientras que la mayoría preferirán claramente posar ante nuestros objetivos, sobre todo, ante el de Alfonso, que se desvive sacándoles instantáneas con efectos sorprendentes.

Metros más adelante nos espera el grupo sentado en el restaurante donde vamos a comer. Están distribuidos en pequeñas terracitas construidas dentro del río y decoradas con cojines y alfombras y una mesa redonda y pasicorta donde nos servirán la comida. Tomamos asiento y nos zampamos de buena gana una sopa de lentejas y un guiso de ternera acompañado de arroz anatolio, que me recuerda a la avena. La ensalada, de tomate y pepino, prefiero no tomarla.

Durante la comida, tenemos la oportunidad de entablar conversación con las dos españolas del grupo. Viajan bastante a través de Coach Surf, y al final Beatriz se ofrece a mandarnos un mail para que podamos formar parte de la organización. Puede ser superinteresante.

De nuevo emprendemos nuestro tour y nos dirigimos al monasterio de Selime, también construido por los cristianos en la roca. Me impresiona y mientras me pierdo por sus cuevas para pillar alguna foto interesante, me vienen a la cabeza pienso sobre esa nueva dimensión que estoy descubriendo: la relación desde antaño del territorio turco con la religión. Uno cree que es un país islámico en toda regla y al averiguar un poco se percata del gran peso que tiene el laicismo de Atatürk, así como un pasado muy ligado al cristianismo. De hecho, en la Capadoccia es lo que más predomina e incluso he leído que en la zona de la costa estuvieron la Virgen María y muchos discípulos. Lo pienso bien, y todo tiene cierta lógica. Al fin y al cabo, Turquía no está tan lejos de Tierra Santa.

El tour acaba con la panorámica de Uçhisar, ciudad con un castillo excavado en la roca que me resulta, cuanto menos, curioso, y del Valle de las Palomas. Estos animales fueron importantes en los primeros siglos después de Cristo, ya que los cristianos usaban sus huevos, entre otros, para los frescos de sus iglesias. Sin embargo, no entramos en dicho valle, sino justo en el edificio de enfrente: una fábrica de ónix para la cual nuestra guía nos ha preparado una visita que ya me imagino dónde nos llevará. No me equivoco: a los pocos minutos me encuentro en la tienda. Doy una vuelta y no veo muchas cosas que me gusten. Sin embargo, en un momento me siento tentada por una pulsera de plata. Dudo si comprármela o no porque me gusta, pero no me atrevo a dejarme ahí los 150€ que me pide. Todavía queda mucho viaje por delante y no sé si los pueda necesitar o prefiera invertirlos en algo que me agrade más. Aun así, no salimos con las manos vacías. En ese tour interactivo con los visitantes, Alfonso se ha ganado un huevo de ónix por saber cuál es el significado de la palabra “Capadoccia”, la Tierra de los caballos.

Llegamos a Göreme a las 19h y decidimos salir escopetados hacia el Valle Rojo para ver la puesta de sol. Nos lo han recomendado Alysia y Anissa, por encontrarse allí algunas de las piedras más sugerentes. Así será, y como niños buscamos ilusionados formas y juegos de luz que plasmar. Una vez puesto el sol, intentamos buscar con rapidez un camino para regresar, ya que a la ida, atrapados por la emoción, hemos olvidado los caminos y hemos preferido atravesar campos y huertos en dirección a nuestro objetivo.

A la vuelta a Göreme, y antes de regresar al albergue, decidimos hacer una parada en el Hamam. Será mi primera experiencia en un baño turco: 15 minutos de sauna, friegue con un guante de crin desde el que me sacan una cantidad de suciedad inimaginable y un masaje corporal mientras me enjabonan con una curiosa bolsa que saca espuma. Me preguntan si quiero un masaje corporal extra con aceites y dudo. No quiero hacer esperar demasiado a Alfonso, pero en seguida pienso que también él se habrá dejado tentar fácilmente y habrá aceptado unos 15 ó 20 minutos. El masaje no está mal, pero me gustan más los que me he dado alguna vez en Belgrado. Cuando salgo de la sala, veo que todavía faltan 20 minutos para la supuesta hora y cuarto que dura la sesión. Veo que el concepto de hora es también relativo en Turquía, como lo era en la India, así que decido meterme un rato en el jacuzzi. Para sorpresa mía, ya no estoy sola. El jacuzzi está lleno y para colmo son 8 españolas las que están allí. Finjo que soy extranjera y me siento en un rinconcito a escuchar. Al rato, no aguanto más y me salgo. Alfonso está en la entrada y sí, también se ha dado el masaje y lo han acompañado 8 españoles en su experiencia.

Esa noche nos decidimos a probar los gözleme con queso y espinacas, una especie de crepes turcos. Nos sentamos en una terraza sencilla al lado de un cauce pequeño y seco. Suena una música un tanto melancólica, pero cualquier cosa nos satisface más que la cena del día anterior. La noche la terminamos con baklava, un dulce turco muy común y que había probado en Belgrado pero no me había gustado demasiado, con
helado de vainilla. Delicioso. Nada como probar las cosas en su lugar de origen.