martes, 29 de julio de 2008

Día 4: Göreme - Mustafapaşa - Göreme

Tras el tute de ayer, hoy planeamos algo más tranquilo teniendo también en cuenta que a las 20:00 nos sale el autobús a Pamukkale. Nuestra intención inicial es pillar una dolmuş, una pequeña furgoneta que sirve de transporte público entre dos o más localidades, a Ürgup y de allí pillar bicicletas u otra dolmuş a Mustafapaşa. He leído que es uno de los pueblos más bonitos de la zona y que hasta los años veinte estuvo habitado por griegos (Por aquel entonces se llamaba Sinosis). Luego, con el intercambio de poblaciones, éstos lo abandonaron y llegaron nuevos turcos.

Al final, el chico del albergue nos lo arregla para que no tengamos que pillarnos la dolmuş a Ürgüp. Nos ofrece el minibús de un amigo suyo que va para allá a llevar turistas, y aceptamos. Durante el trayecto, tenemos la oportunidad de ver Otishar, que tiene también un castillo.

Al llegar a Ürgüp, nos indican cuál es la dirección que debemos seguir para llegar a nuestro destino, y mientras no pase la dolmuş, que se para simplemente levantando el brazo en cualquier punto del camino, decidimos ir avanzando a pie. Hoy estamos algo de bajón, después de un día tan intenso como el de ayer. Mientras avanzamos, pasamos por un edificio con un rótulo en el que se puede leer: ÜRGÜP MÜDÜRLÜĞÜ. Alfonso se atrevirá a pronunciarlo y de inmediato me dará la risa. De la forma más tonta, empezaremos a recordar aquel juego de infancia de cambiar toda las vocales de una frase por una misma vocal (“Cuando Fernando Séptimo usaba paletó” por “Canda Farnananda Sáptama asaba palatá…”) y a partir de ese momento nacerá el “müdürlüĝü”, un nuevo dialecto del turco-español que nos acompañará a lo largo del día y del viaje.

Mientras andamos, descubriremos dos figuras en medio de un campo verde. Parece que están segando. Ellas también nos ven a nosotros, y al echarles una foto en la distancia, nos invitan a bajar. Dudamos unos segundos, pero aceptamos. Conocemos a dos “Turkish cowboys”, como ellos se definen en un inglés precario. Se dedican al ganado de vacas normalmente y hoy están con la guadaña cortando algún tipo de hierba que no reconozco. Le muestran a Alfonso cómo coger y manejar dicho instrumento y tras algunas fotos con ellos, sin ellos, con la guadaña y sin ella, continuamos nuestro camino hacia Mustafapaşa.

Minutos más tarde aparece la dolmuş y la paramos. Nos recoge y en poco tiempo nos plantamos en la plaza de Mustafapaşa. No parece grande ni tener mucho. En efecto: cuando preguntamos, nos dicen que sólo hay algunas iglesias, pero creo que estamos un poco hartos de roca y frescos. Preferimos gente y diferentes formas de comunicación. Me encanta ver cómo las personas nos las ingeniamos cuando las palabras no sirven. Me encanta ver cómo al acercarnos a comprar unos helados de pistado recubierto con chocolate y almendras, el señor no nos entiende cuando le preguntamos por el horario de regreso de las dolmuş a Ürgüp, pero un trozo de papel, nuestro escaso turco, los números y el lenguaje corporal nos sirven para averiguar la frecuencia de los buses y la hora del último.

Damos una pequeña vuelta por un pueblo que promete poco . El sol cae con intensidad y estamos bajos de ánimos. Por primera vez nos atrevimos a sentarnos en la terraza del bar del pueblo, generalmente copada por señores, quienes se reúnen con amigos y conocidos para charlar, tomar un té o echar una partidita a las cartas, a una especie de dominó, o al tavla. No pocas veces me quedo con ganas de pedirles jugar, pero hay algo que me lo impide: vergüenza, miedo al rechazo, temor a romper las reglas,…

Alfonso pide un çay. Es negro, como el que acostumbran a tomar los turcos, mientras que a los turistas les suelen servir el de manzana, que además abunda en los mercados de Estambul. Yo, en cambio, necesito una Coca-cola. La media por un pedido similar nos suele salir por unas 2,5 liras: una para el té y otra para el refresco. Alfonso se levanta para ir al baño y aprovecha para pasarse por la barra. El señor le pide 1,5 y la reacción de Alfonso es: "¿Y la Coca-Cola?"

Continuamos nuestro paseo sin esperanzas de encontrar demasiado y esperando a que lleguen las 13:45 para pillar la primera dolmuş e irnos. De repente, en un cruce de calles aparecen ante nosotros un grupo de niños, y entre ellos, una niña que empieza a posarnos como si de una auténtica modelo se tratara. Nos mira con sus ojos negros e intensos y los demás la siguen, aunque con menos gracia. Entre ellos, me hace gracia un pequeñín que intenta acabarse una tajada de melón. Minutos más tarde, el momento se acabará con los gritos de la abuela, que imaginamos que les pide que vuelvan, que dejen ya de posar para esos extranjeros. La diviso detrás de un montón de leña, y poco a poco nos alejamos.

Salimos esta vez sí con un objetivo claro: el restaurante puro y duro turco que Alfonso ha calado en la plaza. Sin carteles exteriores en inglés. Al entrar, vemos que la carta sí lo está, pero aún así pedimos: Alfonso un plato con berenjena; yo, un adana kebab: una brocheta de carne picada algo picante acompañada de ensalada y pimientos y tomates a la brasa. Delicioso. Es una pena, porque que nuestra dolmuş parte en pocos minutos y queremos pillarla. Salimos escopetados.

Al llegar a Göreme, el cansancio obligará a Alfonso a echarse en los cojines del saloncito turco que hay en la sala. Yo leo un rato, pero pronto decido irme a dar una vuelta por el pueblo. Son las últimas horas y hay algunos rinconcitos con los me he ido quedando estos días y quiero llevarme conmigo. Estaré alrededor de una hora haciendo fotos y el paseo lo acabaré en una tienda de colgantes, vasos de cerámica, bandejas,… souvenirs turcos “diferentes”, con “estilo”. De hecho, es la primera tienda en la que me decido a entrar después de 4 días en Turquía. La regenta una chica joven que oigo hablar en turco. Por un momento, pienso que es de allí, pero a lo largo de la conversación me explica que es holandesa y que lleva 3 años en Göreme, con su novio, que sí es de allí. Acaban de abrir la tienda, e intenta traer productos artesanales de diferentes partes de Turquía, para lo cual está viajando bastante por el país. Aunque me lo estoy pasando bien, son las 6:30, hora que he acordado con Alfonso para reencontrarnos en el albergue, ducharnos y salir.

Nuestra última hora en Göreme la aprovechamos para cenar algo. Volvemos a la tienda-restaurante con terraza agradable de un par de noches atrás. Esta vez coincidimos ambos nuevamente en nuestra elección gastronómica: gözleme con perejil y queso. Para beber, zumo.

A las 8 nos metemos en el bus nocturno que nos llevará a Pamukkale en aproximadamente 10 horas. Antes de dormir, nos dan un par de ataques divertidos con el müdürlüğü y las fuentecillas de agua. Creemos que el autobús entero debe pensar que nos hemos tomado una botellita entera de raki antes de montarnos, pues no podemos contener nuestros ataques de risa.

Día 3: Por los valles de la Capadoccia en bicicleta

Nos levantamos tempranísimo, a las 4:30, y ya hay luz. A las 5 nos viene a recoger el minibús de la compañía de los globos y nos lleva al lugar de partida. Los están preparando. A los pocos minutos, nos dirigimos hacia el nuestro. Somos alrededor de 10 personas en la canasta; relativamente pocos, dado que hay otros que llevan hasta 36. David será quien lo conduzca. Es un australiano que vendió su compañía de globos en su país y ahora se dedica a ir trabajando por el mundo, al tiempo que aprovecha para viajar. Cada pocos minutos le va dando al gas y sobre nuestras cabezas se enciende una llama gigantesca que abrasa nuestros cuellos. No me gusta nada. Odio el gas, pero no estoy dispuesta a renunciar a la experiencia. Tampoco sé si sentiré miedo o vértigo cuando la cesta empiece a elevarse. A los pocos minutos me sorprende no sentir ni siquiera hormiguitas en el estómago.

La hora y media de vuelo será una experiencia extraña. Agradable, curiosa,… pero todavía no me hago la idea de que he estado hora y media montada en un globo, en ocasiones rozando las piedras; en otras, a unos 700 metros de altura. Creo que impresiona más desde abajo. Atravesamos los diferentes valles capadoccianos y llego a la conclusión de que Gaudí estuvo en estas tierras y en ellas se inspiró para sus construcciones. Son tan sumamente parecidas… Podría señalar lugares concretos que se reproducen en las casas Batlló y Milà, que son las que más veces he visitado. Esas curvas, ese parecido con los huesos, el tacto tosco de la roca, su color blanco, rosado,..

Regresamos al albergue sobre las 8 y nos alegra reencontrarnos de nuevo con las hermanas, con quienes intercambiamos impresiones y experiencias de vuelo. Para desayunar, compartimos un menem em y un French toast, que vienen a ser unas torrijas con miel. Me saben a gloria.

Sin entretenernos mucho más, bajamos al pueblo a pillar un par de mountain bikes. Hoy tenemos un plan ambicioso: queremos recorrernos diferentes valles y pasar por algunos de los puntos más sugerentes de la zona. Sin duda alguna, nuestras cámaras nos acompañas en todo momento. Compramos un mapa en Información y turismo y nos debatimos si ir por carretera o por caminos rurales. Al final, nos decantaremos por la segunda opción. Sin embargo, veremos que no es tan fácil como creíamos: muchos son de arena y no siempre es fácil pedalear en ella. De hecho, si gran parte del trayecto es así, tendremos que renunciar a nuestro gran plan. Con la paciencia de Alfonso, aprendo a cambiar las marchas en cada tipo de terreno.

Sin esperarlo, y bajo el sol de mediodía, topamos con Çarbusi, una ciudad cavada en una montaña y abandonada en 1962 tras un gran terremoto. Es impresionante, y por momentos creo estar atravesando un belén por el tipo de construcciones que hay. Por otros, creo estar metida en un capítulo de los Picapiedra. Reponemos fuerzas a base de Coca-cola en una terraza, y nos disponemos a subir. Uno de los turcos que merodea por allí abajo se ofrece a mostrarnos el laberinto por 2 millones de liras, de las antiguas, claro. Preferimos ir a nuestra bola, y nos sale bien la jugada. Estaremos más de dos horas, y ahí empezarán los momentos de flojera mental y de las tonterías divertidas que acabaremos haciendo a lo largo del día: desde recordar momentos de infancia y describir curvas de agua en el aire, hasta matar a japoneses con las cámaras de fotos.

Sobre la 1:30, continuamos nuestra ruta hacia el Valle de Pasabagi, uno de los más conocidos. Para mi gusto, el paisaje será en algunos momentos casi lunar, con montañas completamente blancas a un lado. Llegamos y nos dejamos perder por aquel jardín de “enormes champiñones mágicos”, y nunca mejor dicho, dado que será aquí donde empezaremos matar a grupos de japonesas que se nos acercan. Nos podemos de espalda el uno contra el otro, caminamos en direcciones opuestas contando hasta cinco, y entonces deberemos darnos la vuelta y dispararnos. La secuencia es de chiste y surge efecto. Las japonesas se mueren de la risa, al tiempo que están perfectas para que se las capte con una cámara oculta. Me hubiera encantado verlas. Repetimos la acción varias veces, con sus consecuentes revolcones. Alfonso acaba llenito de arena, pero nos morimos de la risa. De pronto, una anciana japonesa se nos acerca y entre risas nos suelta: “I think it’s too hot”. Definitivamente: locura calurosa es lo que sufrimos.

Del jardín mágico saltaremos a las dunas lunares que hay un poco más arriba, y allí nos echaremos una serie de fotos divertidas en las que parece que saltemos sobre la superficie lunar. De repente, nuestra tranquilidad fotográfica se ve interrumpida por una horda de turistas japoneses, que posan con los champiñones al fondo. Van tapados con chaquetas, guantes y gorras para evitar que la piel se les ponga morena, ya que en sus países sólo se exponen al sol la gente de clase baja y trabajadora. Contrariamente, mis hombros me empiezan a arder por el efecto solar y acabamos decidiendo que definitivamente hay que pasar por una farmacia para comprar crema solar. Cuando los japoneses acaben, posaremos nosotros imitándolos, lo que dispara nuevas carcajadas por parte del grupo nipón.

A este grupo lo seguirá otro de españoles, ante los que fingiremos ser eslavos. Alfonso habla en polaco; yo respondo en serbio, y en contexto y el conocimiento compartido que ambos tenemos nos ayuda a entendernos sin grandes problemas. Me gusta la sensación, y me anima a continuar empeñada en aprender más y mejor el serbio.

Sobre las 16:00 decidiremos retirarnos en la siguiente localidad, Zelve. El sol pega con demasiada intensidad y pedalear incluso hasta la cuesta más sencilla me cuesta. Nos sentamos en una terraza y pedimos un gözleme de espinas y queso por 3 liras. Normalmente los hemos visto a 4. Me sabe a gloria, y lo acompañamos de un ayran y, a continuación, de un café turco. Quiero vivir la experiencia en Turquía y comprobar si sabe igual que el serbio. Efectivamente: granuloso y con un dedo de posos al final. Alfonso se decanta por un çay.

Sobre las 17:30 partiremos de nuevo y para desgracia mía, me costará mucho seguir el ritmo. Empiezo a estar cansada, tengo calor, el estómago lleno y las cuestas me suponen un gran esfuerzo. Además, no puedo dejar de pensar en la vuelta y en que queda aproximadamente una hora y media de sol. Por momentos, estoy dispuesta a decirle a Alfonso que él continúe, pero que yo me retiro. Pero hay algo que no me deja, y al final decido seguir adelante. Kilómetros más allá, encontraremos un auténtico valle de rocas rosadas con formas de lo más sugestivas: camellos, cobras, pájaros, druidas, meninas,…

No quiero pensar más en el cansancio y sólo deseo que lleguen las bajadas. Todo el esfuerzo anterior compensa ahora con kilómetros de llanura y bajas que me llevan rápidamente hasta Ürgüp. El único momento un tanto peligroso me parece que es aquel en el que un perro me asalta en el medio de la calzada y no puedo evitar gritar y empezar a pedalear como una loca. Me hubiera gustado ver mi reacción. Espero a Alfonso en la entrada de Ürgüp. Seguro que se ha quedado atrás haciendo alguna foto.

Al reencontrarnos, continuamos nuestro pedaleo, pero la cuesta que se nos avecina me mata. La intento, pero rápidamente me rindo y siento que necesito bajar y andar. Así continuaré el resto del viaje: a trozos en bici, a trozos andando. No tardaremos en llegar a una panorámica de Ürgüp, algunos champiñones y el volcán Erciyes al fondo. Me acerco a comprar agua a una pequeña tienda y ante mi cara de agotamiento, el señor y su esposa me invitan a tomarme un té. Pero lo rechazo. Alfonso me está esperando y no podemos “perder” mucho tiempo porque el sol no tardará en ponerse y nuestras bicis no llevan luz.

Tras algunas fotos divertidas con las que nos echamos algunas risas y me levantan el ánimo y el agotamiento, procedemos al tramo final: 3 kilómetros de cuestas, y 3 de descenso al valle de Göreme con una pendiente de un 10%. Las carreteras no especialmente bien asfaltadas, el tráfico abundante de esa hora punta y la conducción un tanto temeraria de los turcos me dan miedo en algún momento. Pero no me rindo. Sigo y pronto me recompensa el paisaje: ante mi se abre el Valle de Göreme y la puesta de sol. Me gusta.

Minutos más tarde llegamos a Göreme y lo primero que hacemos es sentarnos en el bordillo de una calzada y recompensarnos con un litro de zumo de manzana que sabe riquísimo y una tableta de chocolate, también deliciosa.

Antes de regresar al albergue, devolvemos las bicicletas y nos pasamos por la estación de autobuses para pillarnos el billete del mañana. Hemos decidido que nuestro siguiente destino será Pamukkale. Son casi las 9 y la estación está llena de backpackers que esperan sus respectivos autobuses. Entre ellos, nos alegra encontrarnos por casualidad con dos caras conocidas: Alysia y Anissa, que se van para Olimpo. Cuando se marchan, compramos los billetes y nos pasamos por el ciber para ver algunas de las fotos que hemos hecho. No puedo evitar sentir cansancio, pero también orgullo.