El autobús llega a las 6 a Denizli y allí nos encontramos con un grupo enorme de franceses, también provistos con sus mochilas, que se dirigen a Pamukkale. Se supone que todos tenemos que entrar en el minibús, pero aquello es una locura. Al final, Alfonso lo organiza de tal forma que los dos vamos de forma bastante cómoda en el autobús y nuestro equipaje va con nosotros. Media hora más tarde, nos encontramos en una oficina de turismo privada donde nos ayudan a gestionar el alojamiento. Nos piden, si no recuerdo mal, 40 iniciales; luego bajan a 30, y finalmente el precio queda en 25 porque decimos no tener presupuesto.
La pensión no queda lejos, a unos 200 metros andando, y el chaval que nos acompaña, grande y moreno, nos va diciendo las cosas buenas que tiene, que todo está lleno y justo les queda esa habitación,… Al verla, nos convence. Está muy limpio. Aceptamos, nos cambiamos de ropa y pedimos un té que acompañamos con un paquete de galletas de chocolate que compramos la primera tarde en Estambul. El chaval sale de la cocina y nos deja el libro de visita abierto justo por una de las páginas en las que se puede leer el comentario de una pareja española que pasaron por allí. Le echamos un vistazo a éste y otros comentarios y casi todos tienen palabras de alago para la comida de Hacer, la señora, y la hospitalidad de Ömer, su marido. Este no está demasiado contento con la guía que yo tengo encima de la mesa, la Rough Guides, porque no recomienda su pensión en la edición de 2007, a diferencia de la anterior, en el 2003, cuando sí aparece. Insiste en que la Lonely Planet es mejor. No quiero hablar de eso con él. Son sobre las 7:30 y salimos para Pamukkale, que no está lejos.
Al llegar, veo un lago y una montañita blanca con 4 terrazas poco impresionantes. Si esto era Pamukkale, vaya decepción. Ya me habían dicho que no había mucha agua, pero si encima son 4 terrazas secas, apaga y vámonos. Nos hacemos las fotos turísticas de rigor y empezamos a subir. Pronto aparecerá la primera piscina, con agua azul cielo. Me fascina la textura de la piedra, como pequeñas dunas, y el color. Y me impresiona que no resbale. Nos quitamos los zapatos y empieza nuestra sesión fotográfica de la mañana. Captaremos no sólo terrazas, sino que también robaremos constantemente retratos más o menos atrevidos. A la gente le encanta posar como si fueran modelos de revista…
A medida que vamos subiendo, voy alucinando. Realmente ha valido la pena, si bien entristece imaginar cuán bello podría ser aquel lugar en sus tiempos, cuando todas las terrazas estuvieran llenas de agua. Ahora, por desgracia, muchas están secas porque los hoteles han tomado agua para sus piscinas particulares. Una vergüenza.
Pasaremos horas y horas entre terrazas y visitando la ciudad griega que está justo arriba de la montaña, Hierapolis. Por un momento, me hubiera gustado cerrar los ojos y transportarme en el tiempo; ver aquella ciudad con toda su efervescencia y aquellas terrazas rebosando agua frente aquel valle que se extiende al frente.
Sobre las 14, nos retiramos y salimos en búsqueda de la una dolmus que nos lleve a Karayahit. Tenemos suerte. Pasa por allí en menos de un minuto. No sabemos exactamente adónde vamos, pero creemos hemos leído que se trata de un complejo turístico similar a Pamukkale, aunque destinado a un público turco. Por lo que pone en la guía, parece bastante conservador, así que decido cubrirme los hombros con un pañuelo. Llegamos inmediatamente y decidimos hacer la primera parada en un restaurante que queda a mano derecha. Entre mesas normales y un “comedor turco”, nos decantamos por el último. Estamos agotados. Para comer nos traen pollo con pilaf, ensalada de tomate y pepino, y pan ácimo con yogur, y ayran. ¡Qué rico! No puedo con todo.
Hace calor, pero aun así decidimos salir en búsqueda de las “Aguas rojas”, que se supone que es la gran atracción del lugar. Una especie de terrazas pamukkalenses, aunque rojizas y con un agua que sale a 55ºC. Está al final de la calle principal, que recorremos lentamente mientras nos entretenemos con algunos vendedores, mirando algunos productos cutres y salchicheros de las paradas, descubriendo que albornoz se dice bornoz en turco,… Incluso nos paramos a preguntar en una pensión cuánto nos costaría la noche, ya que hemos visto que los gözleme son mucho más baratos que en el resto de lugares donde hemos estado ahora.
Casi a punto de llegar a las “Aguas Rojas” nos sorprenden en una parada un señor y su acompañante con una “granada verde”. Al preguntar de qué se trata, no nos da una explicación, sino que nos hace una demostración: corta un trozo de aquello, me pone la hoja del cuchillo en una de las mejillas y me empieza a esparcir aquello por la piel diciéndole a Alfonso que mirase lo suave que se quedaba y que además no le iba a molestar el olor por la noche. Uno más de los que cree que estamos casados o vamos a estarlo en breve. Aprovecha para toquetear todo lo que puede y nos vamos sin comprar.
Las “Aguas Rojas” me decepcionan. Son pequeñas terracitas poco profundas y con agua más bien grisácea. La gente se remoja y alguno hay recubierto con barro, ya que se dan baños cerca de allí. Alfonso compra un refresco y lo tomamos mientras miramos el mercadillo cutre y kitsch que se extiende ante nuestros ojos: toallas a la turca, albornoces, manteles, camisetas,… Decidimos retirarnos pronto en dirección a Pamukkale, donde nos echaremos una señora siesta hasta la hora de la puesta de sol.
Nos levantamos otra vez a las 6:45 apurados por si no llegamos a tiempo. Nos hemos dormido más de la cuenta, pero si nos apresuramos, todavía podremos captar buenas tomas. El color de la roca cambia completamente con esa nueva luz; también el color del agua, si bien es cierto que hay nieblilla y las tomas no saldrán como hubiéramos deseado. Nos sorprende que ahora descienda más agua que por la mañana, así como que sople un viento bastante fuerte para la tranquilidad climática que ha habido horas anteriores. La puesta la vemos definitivamente desde arriba, aunque el sol no desaparece tras las montañas, sino tras un montón de nubes.
Descendemos tranquilamente, aprovechando los últimos momentos en Pamukkale, y nos dirigimos a la pensión, donde Hacer nos tiene preparada la cena, puesto que se lo hemos dicho antes. Nos ha cocinado de todo un poco: judías verdes, cigarrillos de börek, diferentes tipos de carne de Ömer se ha preocupado por asarnos a la brasa, ensalada,… Por primera vez, como si estuviera en casa. Me gusta la comida, que compartimos con un japonés que hemos invitado a cenar con nosotros. La conversación me resulta entre extraña y agradable. El pobre ha perdido el pasaporte y mañana tendrá que ir con Ömer a otra ciudad para ver cómo lo soluciona. Me imagino en esa situación y me echo a temblar… ¡Qué horror!
Al terminar, nos acercamos a Hacer para darle las gracias por la cena y saldar las cuentas, y lo que parece una conversación normal y breve se acaba convirtiendo en una conversación larga y curiosa. Decide que su cocina, sucia y grasienta, puede esperar y se nos une para explicarnos que la situación en Turquía ha cambiado mucho en los últimos años: los roles de ambos sexos ya no son los mismos, y que las mujeres ahora son muy afortunadas porque ellos les pagan todos sus caprichos. ¿Afortunadas?, pienso yo… Lo dudo, sobre todo cuando dependen tanto de ellos. Prefiero poderme pagar yo la peluquería, la depilación, los masajes, la ropa, los viajes,… Sin embargo, Hacer se quedará asombrada cuando al desearnos suerte para nuestro futuro, le digamos que no somos pareja. Se echará las manos a la cabeza y nos pedirá perdón una y mil veces por habernos puesto en una habitación doble con cama de matrimonio. Intentamos quitarle peso al asunto repitiéndole que para nosotros no hay ningún problema, pero a ella le cuesta. Al final nos despedimos diciendo que las cosas cambiarán también en Turquía en unos años.
Vamos al ciber un rato y a la vuelta estará la puerta de la pensión cerrada. Menos mal que es bajita y se puede saltar.
La pensión no queda lejos, a unos 200 metros andando, y el chaval que nos acompaña, grande y moreno, nos va diciendo las cosas buenas que tiene, que todo está lleno y justo les queda esa habitación,… Al verla, nos convence. Está muy limpio. Aceptamos, nos cambiamos de ropa y pedimos un té que acompañamos con un paquete de galletas de chocolate que compramos la primera tarde en Estambul. El chaval sale de la cocina y nos deja el libro de visita abierto justo por una de las páginas en las que se puede leer el comentario de una pareja española que pasaron por allí. Le echamos un vistazo a éste y otros comentarios y casi todos tienen palabras de alago para la comida de Hacer, la señora, y la hospitalidad de Ömer, su marido. Este no está demasiado contento con la guía que yo tengo encima de la mesa, la Rough Guides, porque no recomienda su pensión en la edición de 2007, a diferencia de la anterior, en el 2003, cuando sí aparece. Insiste en que la Lonely Planet es mejor. No quiero hablar de eso con él. Son sobre las 7:30 y salimos para Pamukkale, que no está lejos.
Al llegar, veo un lago y una montañita blanca con 4 terrazas poco impresionantes. Si esto era Pamukkale, vaya decepción. Ya me habían dicho que no había mucha agua, pero si encima son 4 terrazas secas, apaga y vámonos. Nos hacemos las fotos turísticas de rigor y empezamos a subir. Pronto aparecerá la primera piscina, con agua azul cielo. Me fascina la textura de la piedra, como pequeñas dunas, y el color. Y me impresiona que no resbale. Nos quitamos los zapatos y empieza nuestra sesión fotográfica de la mañana. Captaremos no sólo terrazas, sino que también robaremos constantemente retratos más o menos atrevidos. A la gente le encanta posar como si fueran modelos de revista…
A medida que vamos subiendo, voy alucinando. Realmente ha valido la pena, si bien entristece imaginar cuán bello podría ser aquel lugar en sus tiempos, cuando todas las terrazas estuvieran llenas de agua. Ahora, por desgracia, muchas están secas porque los hoteles han tomado agua para sus piscinas particulares. Una vergüenza.
Pasaremos horas y horas entre terrazas y visitando la ciudad griega que está justo arriba de la montaña, Hierapolis. Por un momento, me hubiera gustado cerrar los ojos y transportarme en el tiempo; ver aquella ciudad con toda su efervescencia y aquellas terrazas rebosando agua frente aquel valle que se extiende al frente.
Sobre las 14, nos retiramos y salimos en búsqueda de la una dolmus que nos lleve a Karayahit. Tenemos suerte. Pasa por allí en menos de un minuto. No sabemos exactamente adónde vamos, pero creemos hemos leído que se trata de un complejo turístico similar a Pamukkale, aunque destinado a un público turco. Por lo que pone en la guía, parece bastante conservador, así que decido cubrirme los hombros con un pañuelo. Llegamos inmediatamente y decidimos hacer la primera parada en un restaurante que queda a mano derecha. Entre mesas normales y un “comedor turco”, nos decantamos por el último. Estamos agotados. Para comer nos traen pollo con pilaf, ensalada de tomate y pepino, y pan ácimo con yogur, y ayran. ¡Qué rico! No puedo con todo.
Hace calor, pero aun así decidimos salir en búsqueda de las “Aguas rojas”, que se supone que es la gran atracción del lugar. Una especie de terrazas pamukkalenses, aunque rojizas y con un agua que sale a 55ºC. Está al final de la calle principal, que recorremos lentamente mientras nos entretenemos con algunos vendedores, mirando algunos productos cutres y salchicheros de las paradas, descubriendo que albornoz se dice bornoz en turco,… Incluso nos paramos a preguntar en una pensión cuánto nos costaría la noche, ya que hemos visto que los gözleme son mucho más baratos que en el resto de lugares donde hemos estado ahora.
Casi a punto de llegar a las “Aguas Rojas” nos sorprenden en una parada un señor y su acompañante con una “granada verde”. Al preguntar de qué se trata, no nos da una explicación, sino que nos hace una demostración: corta un trozo de aquello, me pone la hoja del cuchillo en una de las mejillas y me empieza a esparcir aquello por la piel diciéndole a Alfonso que mirase lo suave que se quedaba y que además no le iba a molestar el olor por la noche. Uno más de los que cree que estamos casados o vamos a estarlo en breve. Aprovecha para toquetear todo lo que puede y nos vamos sin comprar.
Las “Aguas Rojas” me decepcionan. Son pequeñas terracitas poco profundas y con agua más bien grisácea. La gente se remoja y alguno hay recubierto con barro, ya que se dan baños cerca de allí. Alfonso compra un refresco y lo tomamos mientras miramos el mercadillo cutre y kitsch que se extiende ante nuestros ojos: toallas a la turca, albornoces, manteles, camisetas,… Decidimos retirarnos pronto en dirección a Pamukkale, donde nos echaremos una señora siesta hasta la hora de la puesta de sol.
Nos levantamos otra vez a las 6:45 apurados por si no llegamos a tiempo. Nos hemos dormido más de la cuenta, pero si nos apresuramos, todavía podremos captar buenas tomas. El color de la roca cambia completamente con esa nueva luz; también el color del agua, si bien es cierto que hay nieblilla y las tomas no saldrán como hubiéramos deseado. Nos sorprende que ahora descienda más agua que por la mañana, así como que sople un viento bastante fuerte para la tranquilidad climática que ha habido horas anteriores. La puesta la vemos definitivamente desde arriba, aunque el sol no desaparece tras las montañas, sino tras un montón de nubes.
Descendemos tranquilamente, aprovechando los últimos momentos en Pamukkale, y nos dirigimos a la pensión, donde Hacer nos tiene preparada la cena, puesto que se lo hemos dicho antes. Nos ha cocinado de todo un poco: judías verdes, cigarrillos de börek, diferentes tipos de carne de Ömer se ha preocupado por asarnos a la brasa, ensalada,… Por primera vez, como si estuviera en casa. Me gusta la comida, que compartimos con un japonés que hemos invitado a cenar con nosotros. La conversación me resulta entre extraña y agradable. El pobre ha perdido el pasaporte y mañana tendrá que ir con Ömer a otra ciudad para ver cómo lo soluciona. Me imagino en esa situación y me echo a temblar… ¡Qué horror!
Al terminar, nos acercamos a Hacer para darle las gracias por la cena y saldar las cuentas, y lo que parece una conversación normal y breve se acaba convirtiendo en una conversación larga y curiosa. Decide que su cocina, sucia y grasienta, puede esperar y se nos une para explicarnos que la situación en Turquía ha cambiado mucho en los últimos años: los roles de ambos sexos ya no son los mismos, y que las mujeres ahora son muy afortunadas porque ellos les pagan todos sus caprichos. ¿Afortunadas?, pienso yo… Lo dudo, sobre todo cuando dependen tanto de ellos. Prefiero poderme pagar yo la peluquería, la depilación, los masajes, la ropa, los viajes,… Sin embargo, Hacer se quedará asombrada cuando al desearnos suerte para nuestro futuro, le digamos que no somos pareja. Se echará las manos a la cabeza y nos pedirá perdón una y mil veces por habernos puesto en una habitación doble con cama de matrimonio. Intentamos quitarle peso al asunto repitiéndole que para nosotros no hay ningún problema, pero a ella le cuesta. Al final nos despedimos diciendo que las cosas cambiarán también en Turquía en unos años.
Vamos al ciber un rato y a la vuelta estará la puerta de la pensión cerrada. Menos mal que es bajita y se puede saltar.