martes, 29 de julio de 2008

Día 3: Por los valles de la Capadoccia en bicicleta

Nos levantamos tempranísimo, a las 4:30, y ya hay luz. A las 5 nos viene a recoger el minibús de la compañía de los globos y nos lleva al lugar de partida. Los están preparando. A los pocos minutos, nos dirigimos hacia el nuestro. Somos alrededor de 10 personas en la canasta; relativamente pocos, dado que hay otros que llevan hasta 36. David será quien lo conduzca. Es un australiano que vendió su compañía de globos en su país y ahora se dedica a ir trabajando por el mundo, al tiempo que aprovecha para viajar. Cada pocos minutos le va dando al gas y sobre nuestras cabezas se enciende una llama gigantesca que abrasa nuestros cuellos. No me gusta nada. Odio el gas, pero no estoy dispuesta a renunciar a la experiencia. Tampoco sé si sentiré miedo o vértigo cuando la cesta empiece a elevarse. A los pocos minutos me sorprende no sentir ni siquiera hormiguitas en el estómago.

La hora y media de vuelo será una experiencia extraña. Agradable, curiosa,… pero todavía no me hago la idea de que he estado hora y media montada en un globo, en ocasiones rozando las piedras; en otras, a unos 700 metros de altura. Creo que impresiona más desde abajo. Atravesamos los diferentes valles capadoccianos y llego a la conclusión de que Gaudí estuvo en estas tierras y en ellas se inspiró para sus construcciones. Son tan sumamente parecidas… Podría señalar lugares concretos que se reproducen en las casas Batlló y Milà, que son las que más veces he visitado. Esas curvas, ese parecido con los huesos, el tacto tosco de la roca, su color blanco, rosado,..

Regresamos al albergue sobre las 8 y nos alegra reencontrarnos de nuevo con las hermanas, con quienes intercambiamos impresiones y experiencias de vuelo. Para desayunar, compartimos un menem em y un French toast, que vienen a ser unas torrijas con miel. Me saben a gloria.

Sin entretenernos mucho más, bajamos al pueblo a pillar un par de mountain bikes. Hoy tenemos un plan ambicioso: queremos recorrernos diferentes valles y pasar por algunos de los puntos más sugerentes de la zona. Sin duda alguna, nuestras cámaras nos acompañas en todo momento. Compramos un mapa en Información y turismo y nos debatimos si ir por carretera o por caminos rurales. Al final, nos decantaremos por la segunda opción. Sin embargo, veremos que no es tan fácil como creíamos: muchos son de arena y no siempre es fácil pedalear en ella. De hecho, si gran parte del trayecto es así, tendremos que renunciar a nuestro gran plan. Con la paciencia de Alfonso, aprendo a cambiar las marchas en cada tipo de terreno.

Sin esperarlo, y bajo el sol de mediodía, topamos con Çarbusi, una ciudad cavada en una montaña y abandonada en 1962 tras un gran terremoto. Es impresionante, y por momentos creo estar atravesando un belén por el tipo de construcciones que hay. Por otros, creo estar metida en un capítulo de los Picapiedra. Reponemos fuerzas a base de Coca-cola en una terraza, y nos disponemos a subir. Uno de los turcos que merodea por allí abajo se ofrece a mostrarnos el laberinto por 2 millones de liras, de las antiguas, claro. Preferimos ir a nuestra bola, y nos sale bien la jugada. Estaremos más de dos horas, y ahí empezarán los momentos de flojera mental y de las tonterías divertidas que acabaremos haciendo a lo largo del día: desde recordar momentos de infancia y describir curvas de agua en el aire, hasta matar a japoneses con las cámaras de fotos.

Sobre la 1:30, continuamos nuestra ruta hacia el Valle de Pasabagi, uno de los más conocidos. Para mi gusto, el paisaje será en algunos momentos casi lunar, con montañas completamente blancas a un lado. Llegamos y nos dejamos perder por aquel jardín de “enormes champiñones mágicos”, y nunca mejor dicho, dado que será aquí donde empezaremos matar a grupos de japonesas que se nos acercan. Nos podemos de espalda el uno contra el otro, caminamos en direcciones opuestas contando hasta cinco, y entonces deberemos darnos la vuelta y dispararnos. La secuencia es de chiste y surge efecto. Las japonesas se mueren de la risa, al tiempo que están perfectas para que se las capte con una cámara oculta. Me hubiera encantado verlas. Repetimos la acción varias veces, con sus consecuentes revolcones. Alfonso acaba llenito de arena, pero nos morimos de la risa. De pronto, una anciana japonesa se nos acerca y entre risas nos suelta: “I think it’s too hot”. Definitivamente: locura calurosa es lo que sufrimos.

Del jardín mágico saltaremos a las dunas lunares que hay un poco más arriba, y allí nos echaremos una serie de fotos divertidas en las que parece que saltemos sobre la superficie lunar. De repente, nuestra tranquilidad fotográfica se ve interrumpida por una horda de turistas japoneses, que posan con los champiñones al fondo. Van tapados con chaquetas, guantes y gorras para evitar que la piel se les ponga morena, ya que en sus países sólo se exponen al sol la gente de clase baja y trabajadora. Contrariamente, mis hombros me empiezan a arder por el efecto solar y acabamos decidiendo que definitivamente hay que pasar por una farmacia para comprar crema solar. Cuando los japoneses acaben, posaremos nosotros imitándolos, lo que dispara nuevas carcajadas por parte del grupo nipón.

A este grupo lo seguirá otro de españoles, ante los que fingiremos ser eslavos. Alfonso habla en polaco; yo respondo en serbio, y en contexto y el conocimiento compartido que ambos tenemos nos ayuda a entendernos sin grandes problemas. Me gusta la sensación, y me anima a continuar empeñada en aprender más y mejor el serbio.

Sobre las 16:00 decidiremos retirarnos en la siguiente localidad, Zelve. El sol pega con demasiada intensidad y pedalear incluso hasta la cuesta más sencilla me cuesta. Nos sentamos en una terraza y pedimos un gözleme de espinas y queso por 3 liras. Normalmente los hemos visto a 4. Me sabe a gloria, y lo acompañamos de un ayran y, a continuación, de un café turco. Quiero vivir la experiencia en Turquía y comprobar si sabe igual que el serbio. Efectivamente: granuloso y con un dedo de posos al final. Alfonso se decanta por un çay.

Sobre las 17:30 partiremos de nuevo y para desgracia mía, me costará mucho seguir el ritmo. Empiezo a estar cansada, tengo calor, el estómago lleno y las cuestas me suponen un gran esfuerzo. Además, no puedo dejar de pensar en la vuelta y en que queda aproximadamente una hora y media de sol. Por momentos, estoy dispuesta a decirle a Alfonso que él continúe, pero que yo me retiro. Pero hay algo que no me deja, y al final decido seguir adelante. Kilómetros más allá, encontraremos un auténtico valle de rocas rosadas con formas de lo más sugestivas: camellos, cobras, pájaros, druidas, meninas,…

No quiero pensar más en el cansancio y sólo deseo que lleguen las bajadas. Todo el esfuerzo anterior compensa ahora con kilómetros de llanura y bajas que me llevan rápidamente hasta Ürgüp. El único momento un tanto peligroso me parece que es aquel en el que un perro me asalta en el medio de la calzada y no puedo evitar gritar y empezar a pedalear como una loca. Me hubiera gustado ver mi reacción. Espero a Alfonso en la entrada de Ürgüp. Seguro que se ha quedado atrás haciendo alguna foto.

Al reencontrarnos, continuamos nuestro pedaleo, pero la cuesta que se nos avecina me mata. La intento, pero rápidamente me rindo y siento que necesito bajar y andar. Así continuaré el resto del viaje: a trozos en bici, a trozos andando. No tardaremos en llegar a una panorámica de Ürgüp, algunos champiñones y el volcán Erciyes al fondo. Me acerco a comprar agua a una pequeña tienda y ante mi cara de agotamiento, el señor y su esposa me invitan a tomarme un té. Pero lo rechazo. Alfonso me está esperando y no podemos “perder” mucho tiempo porque el sol no tardará en ponerse y nuestras bicis no llevan luz.

Tras algunas fotos divertidas con las que nos echamos algunas risas y me levantan el ánimo y el agotamiento, procedemos al tramo final: 3 kilómetros de cuestas, y 3 de descenso al valle de Göreme con una pendiente de un 10%. Las carreteras no especialmente bien asfaltadas, el tráfico abundante de esa hora punta y la conducción un tanto temeraria de los turcos me dan miedo en algún momento. Pero no me rindo. Sigo y pronto me recompensa el paisaje: ante mi se abre el Valle de Göreme y la puesta de sol. Me gusta.

Minutos más tarde llegamos a Göreme y lo primero que hacemos es sentarnos en el bordillo de una calzada y recompensarnos con un litro de zumo de manzana que sabe riquísimo y una tableta de chocolate, también deliciosa.

Antes de regresar al albergue, devolvemos las bicicletas y nos pasamos por la estación de autobuses para pillarnos el billete del mañana. Hemos decidido que nuestro siguiente destino será Pamukkale. Son casi las 9 y la estación está llena de backpackers que esperan sus respectivos autobuses. Entre ellos, nos alegra encontrarnos por casualidad con dos caras conocidas: Alysia y Anissa, que se van para Olimpo. Cuando se marchan, compramos los billetes y nos pasamos por el ciber para ver algunas de las fotos que hemos hecho. No puedo evitar sentir cansancio, pero también orgullo.

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