Tras el tute de ayer, hoy planeamos algo más tranquilo teniendo también en cuenta que a las 20:00 nos sale el autobús a Pamukkale. Nuestra intención inicial es pillar una dolmuş, una pequeña furgoneta que sirve de transporte público entre dos o más localidades, a Ürgup y de allí pillar bicicletas u otra dolmuş a Mustafapaşa. He leído que es uno de los pueblos más bonitos de la zona y que hasta los años veinte estuvo habitado por griegos (Por aquel entonces se llamaba Sinosis). Luego, con el intercambio de poblaciones, éstos lo abandonaron y llegaron nuevos turcos.
Al final, el chico del albergue nos lo arregla para que no tengamos que pillarnos la dolmuş a Ürgüp. Nos ofrece el minibús de un amigo suyo que va para allá a llevar turistas, y aceptamos. Durante el trayecto, tenemos la oportunidad de ver Otishar, que tiene también un castillo.
Al llegar a Ürgüp, nos indican cuál es la dirección que debemos seguir para llegar a nuestro destino, y mientras no pase la dolmuş, que se para simplemente levantando el brazo en cualquier punto del camino, decidimos ir avanzando a pie. Hoy estamos algo de bajón, después de un día tan intenso como el de ayer. Mientras avanzamos, pasamos por un edificio con un rótulo en el que se puede leer: ÜRGÜP MÜDÜRLÜĞÜ. Alfonso se atrevirá a pronunciarlo y de inmediato me dará la risa. De la forma más tonta, empezaremos a recordar aquel juego de infancia de cambiar toda las vocales de una frase por una misma vocal (“Cuando Fernando Séptimo usaba paletó” por “Canda Farnananda Sáptama asaba palatá…”) y a partir de ese momento nacerá el “müdürlüĝü”, un nuevo dialecto del turco-español que nos acompañará a lo largo del día y del viaje.
Mientras andamos, descubriremos dos figuras en medio de un campo verde. Parece que están segando. Ellas también nos ven a nosotros, y al echarles una foto en la distancia, nos invitan a bajar. Dudamos unos segundos, pero aceptamos. Conocemos a dos “Turkish cowboys”, como ellos se definen en un inglés precario. Se dedican al ganado de vacas normalmente y hoy están con la guadaña cortando algún tipo de hierba que no reconozco. Le muestran a Alfonso cómo coger y manejar dicho instrumento y tras algunas fotos con ellos, sin ellos, con la guadaña y sin ella, continuamos nuestro camino hacia Mustafapaşa.
Minutos más tarde aparece la dolmuş y la paramos. Nos recoge y en poco tiempo nos plantamos en la plaza de Mustafapaşa. No parece grande ni tener mucho. En efecto: cuando preguntamos, nos dicen que sólo hay algunas iglesias, pero creo que estamos un poco hartos de roca y frescos. Preferimos gente y diferentes formas de comunicación. Me encanta ver cómo las personas nos las ingeniamos cuando las palabras no sirven. Me encanta ver cómo al acercarnos a comprar unos helados de pistado recubierto con chocolate y almendras, el señor no nos entiende cuando le preguntamos por el horario de regreso de las dolmuş a Ürgüp, pero un trozo de papel, nuestro escaso turco, los números y el lenguaje corporal nos sirven para averiguar la frecuencia de los buses y la hora del último.
Damos una pequeña vuelta por un pueblo que promete poco . El sol cae con intensidad y estamos bajos de ánimos. Por primera vez nos atrevimos a sentarnos en la terraza del bar del pueblo, generalmente copada por señores, quienes se reúnen con amigos y conocidos para charlar, tomar un té o echar una partidita a las cartas, a una especie de dominó, o al tavla. No pocas veces me quedo con ganas de pedirles jugar, pero hay algo que me lo impide: vergüenza, miedo al rechazo, temor a romper las reglas,…
Alfonso pide un çay. Es negro, como el que acostumbran a tomar los turcos, mientras que a los turistas les suelen servir el de manzana, que además abunda en los mercados de Estambul. Yo, en cambio, necesito una Coca-cola. La media por un pedido similar nos suele salir por unas 2,5 liras: una para el té y otra para el refresco. Alfonso se levanta para ir al baño y aprovecha para pasarse por la barra. El señor le pide 1,5 y la reacción de Alfonso es: "¿Y la Coca-Cola?"
Continuamos nuestro paseo sin esperanzas de encontrar demasiado y esperando a que lleguen las 13:45 para pillar la primera dolmuş e irnos. De repente, en un cruce de calles aparecen ante nosotros un grupo de niños, y entre ellos, una niña que empieza a posarnos como si de una auténtica modelo se tratara. Nos mira con sus ojos negros e intensos y los demás la siguen, aunque con menos gracia. Entre ellos, me hace gracia un pequeñín que intenta acabarse una tajada de melón. Minutos más tarde, el momento se acabará con los gritos de la abuela, que imaginamos que les pide que vuelvan, que dejen ya de posar para esos extranjeros. La diviso detrás de un montón de leña, y poco a poco nos alejamos.
Salimos esta vez sí con un objetivo claro: el restaurante puro y duro turco que Alfonso ha calado en la plaza. Sin carteles exteriores en inglés. Al entrar, vemos que la carta sí lo está, pero aún así pedimos: Alfonso un plato con berenjena; yo, un adana kebab: una brocheta de carne picada algo picante acompañada de ensalada y pimientos y tomates a la brasa. Delicioso. Es una pena, porque que nuestra dolmuş parte en pocos minutos y queremos pillarla. Salimos escopetados.
Al llegar a Göreme, el cansancio obligará a Alfonso a echarse en los cojines del saloncito turco que hay en la sala. Yo leo un rato, pero pronto decido irme a dar una vuelta por el pueblo. Son las últimas horas y hay algunos rinconcitos con los me he ido quedando estos días y quiero llevarme conmigo. Estaré alrededor de una hora haciendo fotos y el paseo lo acabaré en una tienda de colgantes, vasos de cerámica, bandejas,… souvenirs turcos “diferentes”, con “estilo”. De hecho, es la primera tienda en la que me decido a entrar después de 4 días en Turquía. La regenta una chica joven que oigo hablar en turco. Por un momento, pienso que es de allí, pero a lo largo de la conversación me explica que es holandesa y que lleva 3 años en Göreme, con su novio, que sí es de allí. Acaban de abrir la tienda, e intenta traer productos artesanales de diferentes partes de Turquía, para lo cual está viajando bastante por el país. Aunque me lo estoy pasando bien, son las 6:30, hora que he acordado con Alfonso para reencontrarnos en el albergue, ducharnos y salir.
Nuestra última hora en Göreme la aprovechamos para cenar algo. Volvemos a la tienda-restaurante con terraza agradable de un par de noches atrás. Esta vez coincidimos ambos nuevamente en nuestra elección gastronómica: gözleme con perejil y queso. Para beber, zumo.
A las 8 nos metemos en el bus nocturno que nos llevará a Pamukkale en aproximadamente 10 horas. Antes de dormir, nos dan un par de ataques divertidos con el müdürlüğü y las fuentecillas de agua. Creemos que el autobús entero debe pensar que nos hemos tomado una botellita entera de raki antes de montarnos, pues no podemos contener nuestros ataques de risa.
Al final, el chico del albergue nos lo arregla para que no tengamos que pillarnos la dolmuş a Ürgüp. Nos ofrece el minibús de un amigo suyo que va para allá a llevar turistas, y aceptamos. Durante el trayecto, tenemos la oportunidad de ver Otishar, que tiene también un castillo.
Al llegar a Ürgüp, nos indican cuál es la dirección que debemos seguir para llegar a nuestro destino, y mientras no pase la dolmuş, que se para simplemente levantando el brazo en cualquier punto del camino, decidimos ir avanzando a pie. Hoy estamos algo de bajón, después de un día tan intenso como el de ayer. Mientras avanzamos, pasamos por un edificio con un rótulo en el que se puede leer: ÜRGÜP MÜDÜRLÜĞÜ. Alfonso se atrevirá a pronunciarlo y de inmediato me dará la risa. De la forma más tonta, empezaremos a recordar aquel juego de infancia de cambiar toda las vocales de una frase por una misma vocal (“Cuando Fernando Séptimo usaba paletó” por “Canda Farnananda Sáptama asaba palatá…”) y a partir de ese momento nacerá el “müdürlüĝü”, un nuevo dialecto del turco-español que nos acompañará a lo largo del día y del viaje.
Mientras andamos, descubriremos dos figuras en medio de un campo verde. Parece que están segando. Ellas también nos ven a nosotros, y al echarles una foto en la distancia, nos invitan a bajar. Dudamos unos segundos, pero aceptamos. Conocemos a dos “Turkish cowboys”, como ellos se definen en un inglés precario. Se dedican al ganado de vacas normalmente y hoy están con la guadaña cortando algún tipo de hierba que no reconozco. Le muestran a Alfonso cómo coger y manejar dicho instrumento y tras algunas fotos con ellos, sin ellos, con la guadaña y sin ella, continuamos nuestro camino hacia Mustafapaşa.
Minutos más tarde aparece la dolmuş y la paramos. Nos recoge y en poco tiempo nos plantamos en la plaza de Mustafapaşa. No parece grande ni tener mucho. En efecto: cuando preguntamos, nos dicen que sólo hay algunas iglesias, pero creo que estamos un poco hartos de roca y frescos. Preferimos gente y diferentes formas de comunicación. Me encanta ver cómo las personas nos las ingeniamos cuando las palabras no sirven. Me encanta ver cómo al acercarnos a comprar unos helados de pistado recubierto con chocolate y almendras, el señor no nos entiende cuando le preguntamos por el horario de regreso de las dolmuş a Ürgüp, pero un trozo de papel, nuestro escaso turco, los números y el lenguaje corporal nos sirven para averiguar la frecuencia de los buses y la hora del último.
Damos una pequeña vuelta por un pueblo que promete poco . El sol cae con intensidad y estamos bajos de ánimos. Por primera vez nos atrevimos a sentarnos en la terraza del bar del pueblo, generalmente copada por señores, quienes se reúnen con amigos y conocidos para charlar, tomar un té o echar una partidita a las cartas, a una especie de dominó, o al tavla. No pocas veces me quedo con ganas de pedirles jugar, pero hay algo que me lo impide: vergüenza, miedo al rechazo, temor a romper las reglas,…
Alfonso pide un çay. Es negro, como el que acostumbran a tomar los turcos, mientras que a los turistas les suelen servir el de manzana, que además abunda en los mercados de Estambul. Yo, en cambio, necesito una Coca-cola. La media por un pedido similar nos suele salir por unas 2,5 liras: una para el té y otra para el refresco. Alfonso se levanta para ir al baño y aprovecha para pasarse por la barra. El señor le pide 1,5 y la reacción de Alfonso es: "¿Y la Coca-Cola?"
Continuamos nuestro paseo sin esperanzas de encontrar demasiado y esperando a que lleguen las 13:45 para pillar la primera dolmuş e irnos. De repente, en un cruce de calles aparecen ante nosotros un grupo de niños, y entre ellos, una niña que empieza a posarnos como si de una auténtica modelo se tratara. Nos mira con sus ojos negros e intensos y los demás la siguen, aunque con menos gracia. Entre ellos, me hace gracia un pequeñín que intenta acabarse una tajada de melón. Minutos más tarde, el momento se acabará con los gritos de la abuela, que imaginamos que les pide que vuelvan, que dejen ya de posar para esos extranjeros. La diviso detrás de un montón de leña, y poco a poco nos alejamos.
Salimos esta vez sí con un objetivo claro: el restaurante puro y duro turco que Alfonso ha calado en la plaza. Sin carteles exteriores en inglés. Al entrar, vemos que la carta sí lo está, pero aún así pedimos: Alfonso un plato con berenjena; yo, un adana kebab: una brocheta de carne picada algo picante acompañada de ensalada y pimientos y tomates a la brasa. Delicioso. Es una pena, porque que nuestra dolmuş parte en pocos minutos y queremos pillarla. Salimos escopetados.
Al llegar a Göreme, el cansancio obligará a Alfonso a echarse en los cojines del saloncito turco que hay en la sala. Yo leo un rato, pero pronto decido irme a dar una vuelta por el pueblo. Son las últimas horas y hay algunos rinconcitos con los me he ido quedando estos días y quiero llevarme conmigo. Estaré alrededor de una hora haciendo fotos y el paseo lo acabaré en una tienda de colgantes, vasos de cerámica, bandejas,… souvenirs turcos “diferentes”, con “estilo”. De hecho, es la primera tienda en la que me decido a entrar después de 4 días en Turquía. La regenta una chica joven que oigo hablar en turco. Por un momento, pienso que es de allí, pero a lo largo de la conversación me explica que es holandesa y que lleva 3 años en Göreme, con su novio, que sí es de allí. Acaban de abrir la tienda, e intenta traer productos artesanales de diferentes partes de Turquía, para lo cual está viajando bastante por el país. Aunque me lo estoy pasando bien, son las 6:30, hora que he acordado con Alfonso para reencontrarnos en el albergue, ducharnos y salir.
Nuestra última hora en Göreme la aprovechamos para cenar algo. Volvemos a la tienda-restaurante con terraza agradable de un par de noches atrás. Esta vez coincidimos ambos nuevamente en nuestra elección gastronómica: gözleme con perejil y queso. Para beber, zumo.
A las 8 nos metemos en el bus nocturno que nos llevará a Pamukkale en aproximadamente 10 horas. Antes de dormir, nos dan un par de ataques divertidos con el müdürlüğü y las fuentecillas de agua. Creemos que el autobús entero debe pensar que nos hemos tomado una botellita entera de raki antes de montarnos, pues no podemos contener nuestros ataques de risa.
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