viernes, 1 de agosto de 2008

Día 9: Estambul - Casita

Me levanto en cuanto suena el despertador. Me visto, Alfonso se cuelga la mochila a hombros y salimos en dirección a Taksim. Por la calle, nos cruzamos con numerosos hombres con pintas rarísimas. Admito que me daría miedo ir yo sola por allí. Llegamos a la parada de autobús, localizo el que me va a llevar al aeropuerto y me despido de Alfonso. ¡Qué penica me da!

La media hora de trayecto la paso durmiendo y en cuanto me doy cuenta, ya estoy en el aeropuerto. Me cuesta un poco encontrar los mostradores donde tendré que facturar. Son las 5 y hasta las 6 no puedo meter las maletas. Me doy una vuelta y le acabo comprando una narguila a mi hermana. Me cuesta mucho más que en cualquier mercado, pero admito que es el precio de haberme despreocupado de todo hasta el último momento por no querer cargar con peso y por quererme disfrutar al máximo cada vivencia. Aún así, estoy contenta porque me gusta la que le llevo.

Son las 6:40 y el mostrador H30, que es donde yo supuestamente debo facturar, sigue sin estar abierto. Me pongo en el de al lado y una chica se me acerca para comentarme que son un grupo y que este mostrador se ha abierto específicamente para ellos, que no puedo facturar allí. Me empiezo a molestar porque faltan 30 minutos para mi hora de embarque y todavía sigo dando tumbos de un lado a otro… Y eso que había llegado una hora antes del comienzo de la facturación.

Pregunto y me dicen que me ponga en cualquiera de las colas abiertas, que no importa que para mi vuelo especifique el mostrador H30. Digo yo que ya lo podrían indicar en las pantallas. Delante de mi hay dos serbios… ¡qué casualidad! Los tres vamos en el mismo vuelo y llegamos a facturar justo a tiempo.

Al llegar a los controles de pasaporte, el agente me pregunta que dónde está mi visado y le comento que no necesito ninguno por el tipo de pasaporte que tengo. Insiste en que preciso de uno como española. Le digo que tengo el sello de entrada en el país en la página 16, que lo revise, pero aún así, sigue insistiéndome en el visado. Empiezo a temer que me pongan problemas y no me dejen salir… Le pido, por favor, que lo consulte con algún compañero, que al entrar en el país ya me pusieron el mismo problema, y efectivamente: a la vuelta, me dice que no hay problema y me estampa el sello de salida. Me dirijo deprisa a mi puerta de embarque. Se nota que es final de mes: hay un montón de gente y las colas para los controles son largas.

Me subo en el avión y el grado de cansancio que siento es tal que imagino que voy a dormir durante todo el vuelo. Guardo libros y libretas y me saco las gafas de sol y el mp3. Me despierta un dedo insistente en el hombro: es el asistente de vuelo que me quiere servir el desayuno. Alucino con el servicio de las aerolíneas turcas. Muy profesional. Llego a la hora a Munich y tengo que salir del aeropuerto para recoger mi segunda tarjeta de embarque, que me llevará a casita. Hago cola de nuevo en los mostradores para confirmar que mi equipaje ya está facturado y que debe ser trasladado al nuevo avión, y paso el nuevo control de seguridad.

Localizo la puerta de embarque, me pido un mango Lasso en un restaurante macrobiótico que queda justo enfrente y llamo a casa. A las 14h salgo por la puerta y allí me están esperando. Les esperan 2 ó 3 días de anécdotas y experiencias, de pases de fotos y de ritmos turcos.

Día 8: Regreso a Estambul

Al final no me he enterado de nada: ni del amanecer, ni de la llegada en ferry,… Cuando abro los ojos estamos subiendo los numerosos puentes y túneles de la estación de autobús de Estambul. La reconozco fácilmente. En Selçuk nos dijeron que teníamos transporte gratuito a Taksim, la zona donde hemos decidido alojarnos esta vez. Alfonso ya estuvo en Sultanahmet, que es mucho más turística, y a mi me queda genial para pillar el autobús al aeropuerto mañana a las 4 de la madrugada. Nos montamos en el minibús que creemos que es y nos sentamos. Tardamos en salir, pero al final, llegamos. ¡Qué recuerdos! Hace 3 años anduve básicamente por esa zona y se me reproducen imágenes, instantes, comentarios, gestos,…

Preguntamos por la dirección de nuestro albergue a los encargados de los puestos de flores, a los taxistas,… y nadie sabe dónde está el Chillout Cengo, así que llamamos. No tardamos en encontrarlo. Es un portal viejo, pero eso no quiere decir nada. El primer piso está pintado de colores variados y vivos. Me gusta, pero al subir a las habitaciones, flipamos. Nos toca dormir en un minidormitorio con 10 personas más, y desde allí comunica a otro dormitorio con más gente. Me voy a duchar y el baño apesta. Aquello es asqueroso; menos mal que sólo será para una noche. Al salir, Alfonso me comenta que dos de las chicas que se van le han comentado que no se puede dormir: demasiada música y fiesta en la calle y demasiada gente.

Ya en la calle, vemos a escasos metros el hotel Yonka. Le preguntamos precios a un señor sonriente. Nos cobran 50 liras la noche y 30 por la individual, ya que Alfonso se quedará dos días más. Miramos la habitación y está igualmente asquerosa, pero por casi el mismo precio tenemos una habitación doble. Al final, aceptamos quedarnos y vamos al Chillout Cengo a por nuestras cosas. Tememos que nos hagan pagar una noche, pero ni siquiera eso. ¡Qué bien!

Al regresar al Yonka, les pedimos que nos cambien las sábanas. El jovencito que se encarga de hacerlo dice que ya las ha cambiado, pero a mí me da que no. En la cama en la que me toca dormir, creo que ha pasado alguien antes, así que insistimos. Al final el niñato pilla un rebote enorme, y acaba subiendo otra señora. Al bajar, se acabaron las sonrisas del primer momento. Ambos sentimos miedo de que nos quiten, roben, estropeen,… algo. No las tenemos todas con nosotros.

Nos sentamos en un Starbucks y tomamos desayuno. Me zampo un pastel de manzana que está de vicio y no puedo acabarme la tremenda taza de café con leche que me han puesto. Después cambiamos dinero, comprobamos los horarios de salida del autobús al aeropuerto y nos dirigimos a Calip Dede a comprobar si esta noche hay actuación de derviches, tal y como hemos leído en la guía, y a pillar algo de música. A medida que bajamos por Istiklăl Caddesi, sigo acordándome de momentos de aquel viaje anterior… no puedo evitarlo.

Entramos en la primera tienda de música y me acabo comprando 4 cds. Salimos e inmediatamente topamos con el cartel en el que anuncian el espectáculo de derviches. Se nos acerca un joven moreno y con barbita. Dice que son 80 libras, pero que nos lo deja por 60. Personalmente, me apetece ver el espectáculo. Sé que será una turistada, pero al final no fuimos a Kenya, ciudad de derviches y sufismo, y he leído que ese grupo de Estambul también es bastante representativo. El chaval insiste en que no son bailarines, que son auténticos derviches y, sin darnos cuenta, la conversación se va yendo por las ramas y acabamos quedando para salir de marcha esa noche.

En nuestro descenso por Calip Dede, planeamos bajar hasta Eminönu, ver otra vez las mezquitas, comer algo y subir para estar a las 4:30 en el teatro. Caminamos tranquilamente. Alfonso se toma un zumo de naranja y más adelante me quiere mostrar la tienda en la que se va a pillar el saz, pero está cerrada. Es domingo. Seguimos andando y a mano izquierda vemos un hostel, en donde entra para preguntar por el alojamiento, ya que no nos satisface totalmente lo que tenemos. Le dicen que allí no tienen, pero que cerca de Taksim hay alojamiento en I-House, así que de nuevo cancelamos planes y nos subimos a buscar el alojamiento. Lo encontramos, lo reservamos y decidimos ir a comer porque no nos queda tanto tiempo. Nos metemos en un local turco donde nos sirven un delicioso adana kebab y un zumo de fruta natural. Me sabe a gloria. Después, nos perdermos por otras callejuelas que no conocemos y encontaremos una agradable tetería. Yo me tomaré un té de azafrán, que está bueno, aunque demasiado intenso para mi gusto.

Somos puntuales a nuestra cita con los derviches, pero nos desencantamos de inmediato a ver que el teatro está plagado de españoles. Nuevamente sacamos nuestra estrategia y esta vez nos comunicamos en müdürlügü. ¡Quü hürrür!... El espectáculo más que gustarme, me parece interesante, curioso, y algo repetitivo. Nos pasamos el tiempo echando foticos y a la salida toparemos de nuevo con Abdurrahman, el chico de las entradas. Tras algunas preguntas, nos acabamos enterando que también él baila en el grupo y que no se trata de un espectáculo para turistas, sino que realmente siente esa conexión entre el mundo real y el más allá y que cada baile lo llena de energía. Acordamos vernos más tarde y yo salgo en dirección a Calip Dede. He quedado allí con Hakan, un amigo turco que conocí hace 10 años en Alemania y que no he visto desde entonces.

Nos reconocemos de inmediato. Él está igual; dice que yo tampoco he cambiado. Me lleva a cenar a un restaurante que suele frecuentar. Pide varios entrantes y para beber, raki. Lo acompaño en la bebida, pero me sorprende que sea y se sirva igual que el ouzo griego. Lo pienso, pero me guardo el comentario. Curiosamente, yo pensaba que se parecería más al aguardiente serbio, que mantiene un mayor parecido en la forma de denominarlo: rakija. Tomo el raki, pero lo combino con abundante agua porque no me encanta. Comemos ensalada de berenjena, alcachofa con patatas y guisantes, una salsa roja picante cuyo nombre no recuerdo,… y más tarde, compartimos un kebab y unas chuletas. Todo está riquísimo. Me gusta hablar con él y le recuerdo cuánto ha cambiado mi visión sobre Turquía en estos diez años. Fue él quien primero me habló de este país en 1997, pero por aquel entonces a mí no me interesaba. Ni siquiera me planteaba visitarlo. Ahora pienso en repetir pronto, y ojalá que pueda visitar la parte norte o este. Hablamos también de los Balcanes. Me sorprende ver cuánto controla, y me explica que en su edificio en Stadtallendorf vivía gente de Croacia, Serbia y Kosovo, así que siempre lo ha tenido todo muy presente. En cierto modo, envidio ese ambiente multicultural en el que ha vivido, aunque muchos (alemanes y no alemanes) piensen que vivir en un ghetto “turco” sea algo poco prestigioso. Me encanta su mentalidad tan abierta y quiero creer que muchos turcos son así, aunque también me imagino que habrá muchos que no lo sean. Como en todas partes.

A las 9:30 salimos escopetados para encontrarnos con Abdurrahman. Propone llevarnos a un lugar cerca de Sultanahmet. Necesitamos ir en metro. No entiendo muy bien por qué, pero se crea una atmósfera extraña. Por un momento pienso que no ha sido buena idea juntar a Abdurrahman y a Hakan; creo que ambos tienen visiones muy diferentes de todo y me siento incómoda. Además, el que hablen todo en turco tampoco me permite apreciar dónde pueda estar exactamente el problema. Llegamos al lugar: un salón en el que hay pequeñas mesitas y silloncitos ocupados por turcos fumando narguilas. Las paredes están recubiertas de alfombras y el techo, pintado. Me gusta el ambiente. Pedimos una narguila con tabaco de manzana para compartir Hakan, Alfonso y yo. Para tomar, té, dado que en un lugar como éstos no sirven alcohol. Nos explican cómo fumar. No es difícil. Nos tomamos algunas fotos mientras hablamos. Por momentos me relajo, dado que veo que la tensión que había antes desaparece y ya todo el mundo sonríe.

El diálogo lo interrumpe de repente un mensaje de mi vecina desde Belgrado: acaba de ver en la CNN que ha estallado una bomba en una calle peatonal de Estambul y quiere saber si estamos bien. Le respondo y al mismo tiempo mando un sms a casa para que no teman. Más tarde, en el taxi que nos lleve de vuelta a Taksim los chicos nos explicarán que ha habido 15 muertos y más de 150 heridos. Todavía no se sabe si ha sido Al-Qaeda o el PKK, aunque habiendo atentado en una zona pura y dura turca, mucho me huele que se tratará del segundo grupo. Por momentos, siento ganas de huir, pero intento tranquilizarme de inmediato. Esto mismo te puede pasar en España, me repito una y otra vez.

Me despido de Hakan, que tiene que regresar a casa porque mañana madruga para llegar a hora al trabajo (¡4 horas de transporte público cada diaaa!), pero continuamos la noche con Abdurrahman. Desde Istiklăl , se desvía por alguna callejuela y nos lleva a Araf. Es un local que está situado en el piso superior de un edificio. Parece que este tipo de locales son bastante comunes en la ciudad. No tengo muchas ganas de bailar y la música está demasiado alta para mi gusto. Al rato, se va la luz y decidimos sentarnos en un rincón a charlar. Continuaremos preguntándole a Abdurrahman sobre cuestiones relacionadas con su vida de derviche, y nos acabara explicando que no sólo los hay en Turquía, sino en numerosos países del mundo. Asimismo, hay grupos de mujeres también. A la vuelta de la luz y de la música, Alfonso y yo nos marcaremos una canción de salsa con bastantes vueltas y payasadas. Decidimos abandonar el local y vamos a comer, ya que el pobre chaval no ha comido nada desde hace horas. Nos acercamos a un local de pescado que está en el Balik Pasari. Pruebo un pincho de mejillones rebozados en salsa de ajo. Están deliciosos, pero no quiero comer muchos porque temo que me sienten mal a estas horas de la madrugada.

Probamos a encontrar suerte en un par de locales más, pero están cerrados. Según Abdurrahman, el centro está vacío y lo achaca al miedo que probablemente habrá sentido la gente por los atentados. Son las 2 y decidimos retirarnos, ya que a las 4 salgo para el aeropuerto y antes quiero ducharme. Casualmente, ya en nuestro camino al retiro, toparemos con 3 chicos madrileños que hemos conocido por la mañana. Estamos hablando tranquilamente e intercambiando teléfonos con Alfonso para poderse encontrar en los próximos días, cuando sin saber cómo entran en el grupo una rubia y dos gays. La chavala le suelta a uno de los españoles que lo quiere esa noche y que se vaya con ella. El chaval se la mira y le dice que no, aunque en el fondo parece no estar convencido. Cuando los tres personajes desaparecen, el español parece nervioso y comenta que siente tener novia en momentos como esos. Hablamos de las necesidades sexuales en los duros días de interrail o viajes similares, y Alfonso y yo nos retiramos pronto.

En la pensión, nuestras maletas parecen intactas. A las 3 de la mañana me ducho con agua fría, porque no la hay caliente. Arreglo la mochila, organizo mis cosas, pongo el despertador y me tumbo un ratito. Sólo tengo 40 minutos para descansar. Me duermo en cuestión de segundos.

Día 7: Éfeso y el contacto humano en Selçuk

Madrugamos porque queremos estar en Éfeso a las 9, tal y como nos prometieron ayer. El desayuno coincide exactamente con el de cada día y en la recepción parecen querer retrasar la salida hasta que haya más gente. Alfonso se empieza a cabrear y temo que explote en algún momento, aunque sé que tiene razón. Después de diferentes supuestas horas de partida, salimos para Éfeso a las 9:30. Vamos una familia de japoneses, una coreana que habla español, y nosotros dos. Nos dejan en la entrada de arriba.

Entramos y la decepción va apoderándose cada vez más de mí. Si bien es cierto que Éfeso está mejor conservada que otros lugares arqueológicos de la Antigua Grecia, tampoco me parece lo más de lo más. Creo que es una civilización que debió de estar muy bien en sus tiempos, pero ya. Cuando estuve en Atenas, me decepcionó; cuando pasé un verano en el norte de Grecia, tampoco encontré nada más allá de cuatro piedras esparcidas por el monte, y ante los comentarios de alguna gente de que para ir a ver “Grecia”, hay que ir a “Turquía” también tengo mis cosas que decir. Prefiero piedras capadocicas, ciudades vivas o gente. Aún así, pasamos más de dos horas fotografiando rincones, detalles,… y hordas de turistas que colapsan el lugar. ¡Qué horror!

Sobre la 1, salimos en busca de la dolmuş que nos llevará de vuelta a Selçuk. Todavía faltan 8 horas para nuestro bus a Estambul y le comento a Alfonso que no tengo motivación alguna. ¡Qué puñetas vamos a hacer tantas horas en una ciudad que poco o nada parece ofrecer! Planteamos ir a la playa, que creo que no queda lejos, pero tememos que sea otro gran resorte turístico a lo Benidorm. Tampoco creo que tengamos ánimos suficientes… La otra opción puede ser perdernos por el barrio de inmigrantes bosnios y gitanos que comenta la guía. Al llegar la dolmuş, nos reencontramos con Krisna, una española que se nos ha acercado antes cuando estábamos en el teatro de Éfeso. Está haciendo unas prácticas en el sur, en Antalya, y hace tiempo que no escucha español. Está sola, así que parece que quiere unirse. Ni aceptamos ni dejamos de aceptar, aunque luego agradecermos su compañía, ya que de lo contrario nos hubieréamos hundido en nuestros pocos ánimos.

Al llegar a Selçuk pasamos por la oficina de turismo y después vamos a comer. Otra vez regresamos a la calle central, la más turística, y nos sentamos en otra köftería en la que sólo habíamos visto a turcos comer el día anterior. El camarero es superamable y después de mostrarnos todo lo que tienen para hoy, nos trae una mezcla para que probemos de todo un poco. Para beber, ayran. Al terminar, decidimos pasarnos por el hamam. Krisna todavía no ha ido nunca, y a Alfonso y a mí nos apetecería darnos “una ducha” antes de montarnos en el bus. Veinticino liras. Decidimos venir más tarde para irnos fresquitos.

La siguiente misión es matar la necesidad de dulce, que se nos antoja en forma de baklava con helado de vainilla desde que la probáramos en Göreme. Pero antes nos ven los kurdos de ayer y nos invitan a pasar. Son apenas las dos, y acabaremos pasando la tarde con ellos. Refrescaré mis conocimientos de tavla, comeremos baklava con helado, tomaremos çay, compraremos pañuelos en otra de sus tiendas, haremos algunas fotos,…

Y sobre las 7 regresaremos al hamam, que me parece más auténtico que el de Göreme, más orientado a los turistas. Es la primera vez que puedo acostarme en esa piedra hexagonal caliente en la que mi cuerpo suda y suda. Miramos a los lugareños y seguimos sus posiciones: boca arriba, boca abajo, de lado,… Minutos más tarde, uno de los señores me llama. Me friega el cuerpo con un guante similar a los de crin. Sale suciedad, aunque no sé si es sólo mía o es la mía junto con las anteriores, puesto que no he visto que se haya cambiado la manopla. Me lo pasa por delante, por detrás, por el cuello,… y a continuación me tumbo en otra piedra horizontal para que otro me llene de espuma y me masajee.

Al terminar, una ducha fría y cambio de paño. Ya de vuelta a la primera sala, nos darán tres toallas diferentes: una para las piernas, otra para el torso, y otra para el pelo. Nos servirán también el té y uno a uno nos darán un masaje corporal con aceite. Me lo hace un grandullón barrigudo y de bigote espeso y oscuro. Me da un poco de miedo porque temo que me va a romper los huesos con esa fuerza descomunal que parece tener. Al ponerme boca arriba, sugiere que me quite el paño para darme un masaje en la barriga y en los pechos, pero me niego. Ya me basta con las piernas.

Mientras nos esperamos los unos a los otros, conocemos a Laia y a Ferran, una pareja de catalanes que también van viajando como nosotros y que años anteriores estuvieron en la India. Nos despediremos en el hamam, aunque casualidades de la vida, más tarde nos reencontraremos en la terraza donde vamos a cenar, así que nos uniremos todos de nuevo: Krisna, Ferran, Laia, Alfonso y yo. Cenamos un adana kebab y nosotros dos salimos disparados hacia la estación de autobuses después de despedirnos rápidamente de los chicos kurdos, quienes nos han guardado el equipaje mientras hemos estado en el hamam y cenando.

Empiezan de nuevo 10 horas de bus en plena oscuridad. Repasamos la experiencia y a los dos nos ha gustado haber improvisado tan bien desde el aburrimiento que nos invadía horas atrás. Si Selçuk no tenía nada monumental que ofrecernos, hemos sabido sacarle la parte más humana y de contacto con la gente, que es lo que para mí da encanto a este tipo de viajes.

En el autobús viajan algunos españoles, así que ahora fingimos ser eslavos: Alfonso me hará una señora introducción al polaco. A veces me cuesta deducirlo a través del serbio, pero por el contexto y el lenguaje corporal y con los numerosos ejemplos sencillos que me pone, lo acabo entendiendo. Esto me da muchos ánimos para continuar con el serbio. En medio de nuestras apasionadas conversaciones, el chaval encargado de servir el té y el agua en el autobús le pedirá a Alfonso que se cambie de sitio para que una chavala turca pueda viajar conmigo y no tenga que ir sentada al lado de un chico desconocido. Quizá seamos maleducados, pero no aceptamos. Me duermo, aunque con esperanzas de despertarme al amanecer, cuando subiremos a un ferry y llegaremos a Estambul por mar.

Día 6: Selçuk

Nos levantamos temprano y a las 9, al salir de la habitación, Hacer nos está ya esperando con el desayuno listo: nuevamente pepino, tomate, queso, aceitunas, sandía, un huevo hervido y pan con mantequilla y mermelada. Para beber, té de manzana, elma çayi. Antes de salir, les comentamos que vamos para Selçuk, al oeste de Turquía, y nos recomiendan la pensión de unos amigos que tienen allí.

El viaje en autobús está vez será durante el día y corto, apenas 3 horas. Llegamos y en la misma estación empezamos a recibir distintas ofertas. Al final, nos dejamos engatusar por un señor que nos lleva al “Jimmy’s hotel”. De buenas a primeras, no me encanta. No he visto las habitaciones, pero tiene pinta de hotel, con recepción y tal, y creo que tengo ganas de algo más sencillo a modo de albergue o pensión. Alfonso sale a llamar al que nos habían recomendado u otros que vienen en la guía mientras yo releo en la pared del establecimiento las diferentes opciones turísticas que ofrece la región. Al final, cuando nos decidimos a ver una de las habitaciones por 30€ sin desayuno, nos dicen que la acaban de reservar y que ya no hay espacio.

Salimos con nuestras mochilas a hombro y uno de tantos “captadores” nos ofrece su hotel, algo familiar y pequeño por 35€ con desayuno. Lo vemos y no está del todo mal, aunque antes de quedarnos con eso preferimos echarle un vistazo al que nos ha recomendado Hacer. Desgraciadamente, no tienen habitaciones, así que regresamos al hotel anterior. En el folleto, leemos que ofrecen traslados gratuitos a Éfeso, alquiler gratuito de bicicletas, piscina,… La última opción hay que descartarla porque cuando Alfonso les pregunta, le responden que están cambiando el agua. ¡Qué casualidad! Siempre nos acaba pasando lo mismo. El segundo tropiezo llega cuando les pedimos que queremos ir a Éfeso esa tarde y que nos lleven: resulta que ahora hace mucho calor en Éfeso, cierran a las 6 (mentira!) y su padre (que es el que se encarga de transportar a los clientes hasta la ciudad-museo) sólo puede llevarnos mañana a las 8:30. Así que para evitar mayor cabreo, salimos a comer a una köfteria que hemos fichado antes. Me recuerda enormemente al restaurante “Istambul” de Tübingen por el tipo de comidas que ofrecen. Le pedimos un combinado de todo lo que tienen: okra, judías verdes, tortilla turca, arroz anatolio, pilaf, moussaka,… y todo esto acompañado de un ayran casero delicioso, aunque extremadamente caro. Con el calor y el cansancio, decidimos retirarnos. Hemos puesto el despertador a las dos horas y yo me levanto, pero a Alfonso no hay manera de despertarlo, así que me vuelvo a echar y continuamos durmiendo otro par de horas.

Ya de noche, salimos a perdernos un poco por las calles de Selçuk, que no promete grandes cosas ni sorpresas. Sin saberlo, nos metemos por el barrio griego y damos una vuelta: la gente toma la fresca en la calle. Pasamos también por delante de la Iglesia de San Juan y una mezquita también conocida cuyo nombre ahora no recuerdo.

Estoy un poco de bajón porque no me motiva especialmente el lugar. Regresamos al centro y propongo continuar paseando por el otro lado menos turístico. Pronto avistamos una especie de plaza y en un rincón, colchonetas en las que los niños saltan felices mientras un grupo de madres y familiares esperan. Los miramos recordando momentos de la infancia y al darnos la vuelta nos percatamos de que se trata de una plaza auténticamente “turca”, sin turistas. De los árboles cuelgan algunas banderas turcas, bastante abundantes a lo largo y ancho del país. Me huele que hemos encontrado, de forma inocente y sin rebuscar demasiado, el lugar perfecto para cenar. Nos sentamos en una de las mesas. La verdad es que el conjunto mobiliario del lugar no guarda ninguna relación: parecen sillas y mesas cogidas al azar o retiradas de diferentes casas o locales anteriores. Aún así, no nos importa. Cuanto más cutre y salchichero, más nos gusta. Se nos acerca el camarero, un chavalote jovencito que no habla ni una palabra de inglés. Nos hacemos entender con nuestro escaso turco: sabemos gözleme y panir, así que por lo menos tenemos una idea general de lo que vamos a comer, pero nos gusta que la cena nos sorprenda con el resto de elementos que no hemos entendido. Efectivamente nos traen los crepes con espinacas y queso y un zumo para beber. Al terminar, nos recogerá los platos y nos traerá amablemente un elma çayi que nos sabe a gloria.

Yo sigo baja pero antes de retirarnos nos apetece un dulce. Nos acercamos a una pastelería que he visto al mediodía, pero les queda poco o nada, y lo poco que tienen resulta poco atractivo. Al final, pillamos a modo de una natilla de chocolate con pistacho por encima y mientras lo comemos, recorremos la calle principal. No tenemos pensado hacer nada más porque al día siguiente queremos madrugar; tenemos intenciones de estar a las 9 en Éfeso. Vamos ignorando los múltiples comentarios y fórmulas de captación que utilizan constantemente los mercaderes turcos. Entre ellas, “where are you from?” O “how are you today?”, pero no sé por qué le respondemos justo al chico de la última tienda de la calle. Está sentado en el suelo, sobre unos cojines, y Alfonso le grita que somos “De Portugal”. “Ahhh, portakis”, continúa él. Nos empieza a explicar que es de la zona este de Turquía, del Lago Van, y eso ya me predispone a escuchar. Siento mucha curiosidad por esa región, la cual me hubiera encantado visitar de no ser porque no dispongo de días.

Nos habla de los gatos de la región, que son blancos, delgados, y tienen un ojo amarillo y otro azul. Nos muestra una foto que tiene expuesta allí encima de la mesita, y a continuación nos invita a pasar a su tienda para que los veamos en vivo y en directo. Yo me temo lo peor: en escasos minutos nos van a comenzar a mostrar alfombras, que es lo que venden en aquella tienda. Nos ofrece sentarnos y sigo pensando que no me voy a dejar tentar, que me quiero ir a dormir. Minutos más tarde se nos une su hermano y una pareja australiana, también con ganas de ver a los gatitos. Enseguida llega el elma çay para nosotros y el çay turco para él. Me pregunto por qué esa diferencia de tés mientras sigo la conversación. Son una familia kurda, y nos explican todas las diferencias que hay con el turco, que su lengua es más similar al farsi, que cuando eran pequeños les obligaban a negar su identidad en el colegio pero que ahora poco a poco los kurdos estaban recuperando su posición. De hecho, ya tiene representación parlamentaria, lo cual es un primer paso. Nos cuenta que casi todos los comerciantes de la calle son de origen kurdo, y que si han conseguido lo que han conseguido es por su trabajo constante. La conversación dura un par de horas. Me interesa muchísimo y me ha sorprendido que no hayan tenido ni la más mínima intención de vendernos una alfombra. Saben que nos quedamos un día más y nos invitan a pasar mañana por allí para jugar al tavla. Acepto con gusto la partida :)

jueves, 31 de julio de 2008

Día 5: Pamukkale

El autobús llega a las 6 a Denizli y allí nos encontramos con un grupo enorme de franceses, también provistos con sus mochilas, que se dirigen a Pamukkale. Se supone que todos tenemos que entrar en el minibús, pero aquello es una locura. Al final, Alfonso lo organiza de tal forma que los dos vamos de forma bastante cómoda en el autobús y nuestro equipaje va con nosotros. Media hora más tarde, nos encontramos en una oficina de turismo privada donde nos ayudan a gestionar el alojamiento. Nos piden, si no recuerdo mal, 40 iniciales; luego bajan a 30, y finalmente el precio queda en 25 porque decimos no tener presupuesto.


La pensión no queda lejos, a unos 200 metros andando, y el chaval que nos acompaña, grande y moreno, nos va diciendo las cosas buenas que tiene, que todo está lleno y justo les queda esa habitación,… Al verla, nos convence. Está muy limpio. Aceptamos, nos cambiamos de ropa y pedimos un té que acompañamos con un paquete de galletas de chocolate que compramos la primera tarde en Estambul. El chaval sale de la cocina y nos deja el libro de visita abierto justo por una de las páginas en las que se puede leer el comentario de una pareja española que pasaron por allí. Le echamos un vistazo a éste y otros comentarios y casi todos tienen palabras de alago para la comida de Hacer, la señora, y la hospitalidad de Ömer, su marido. Este no está demasiado contento con la guía que yo tengo encima de la mesa, la Rough Guides, porque no recomienda su pensión en la edición de 2007, a diferencia de la anterior, en el 2003, cuando sí aparece. Insiste en que la Lonely Planet es mejor. No quiero hablar de eso con él. Son sobre las 7:30 y salimos para Pamukkale, que no está lejos.


Al llegar, veo un lago y una montañita blanca con 4 terrazas poco impresionantes. Si esto era Pamukkale, vaya decepción. Ya me habían dicho que no había mucha agua, pero si encima son 4 terrazas secas, apaga y vámonos. Nos hacemos las fotos turísticas de rigor y empezamos a subir. Pronto aparecerá la primera piscina, con agua azul cielo. Me fascina la textura de la piedra, como pequeñas dunas, y el color. Y me impresiona que no resbale. Nos quitamos los zapatos y empieza nuestra sesión fotográfica de la mañana. Captaremos no sólo terrazas, sino que también robaremos constantemente retratos más o menos atrevidos. A la gente le encanta posar como si fueran modelos de revista…

A medida que vamos subiendo, voy alucinando. Realmente ha valido la pena, si bien entristece imaginar cuán bello podría ser aquel lugar en sus tiempos, cuando todas las terrazas estuvieran llenas de agua. Ahora, por desgracia, muchas están secas porque los hoteles han tomado agua para sus piscinas particulares. Una vergüenza.

Pasaremos horas y horas entre terrazas y visitando la ciudad griega que está justo arriba de la montaña, Hierapolis. Por un momento, me hubiera gustado cerrar los ojos y transportarme en el tiempo; ver aquella ciudad con toda su efervescencia y aquellas terrazas rebosando agua frente aquel valle que se extiende al frente.

Sobre las 14, nos retiramos y salimos en búsqueda de la una dolmus que nos lleve a Karayahit. Tenemos suerte. Pasa por allí en menos de un minuto. No sabemos exactamente adónde vamos, pero creemos hemos leído que se trata de un complejo turístico similar a Pamukkale, aunque destinado a un público turco. Por lo que pone en la guía, parece bastante conservador, así que decido cubrirme los hombros con un pañuelo. Llegamos inmediatamente y decidimos hacer la primera parada en un restaurante que queda a mano derecha. Entre mesas normales y un “comedor turco”, nos decantamos por el último. Estamos agotados. Para comer nos traen pollo con pilaf, ensalada de tomate y pepino, y pan ácimo con yogur, y ayran. ¡Qué rico! No puedo con todo.

Hace calor, pero aun así decidimos salir en búsqueda de las “Aguas rojas”, que se supone que es la gran atracción del lugar. Una especie de terrazas pamukkalenses, aunque rojizas y con un agua que sale a 55ºC. Está al final de la calle principal, que recorremos lentamente mientras nos entretenemos con algunos vendedores, mirando algunos productos cutres y salchicheros de las paradas, descubriendo que albornoz se dice bornoz en turco,… Incluso nos paramos a preguntar en una pensión cuánto nos costaría la noche, ya que hemos visto que los gözleme son mucho más baratos que en el resto de lugares donde hemos estado ahora.

Casi a punto de llegar a las “Aguas Rojas” nos sorprenden en una parada un señor y su acompañante con una “granada verde”. Al preguntar de qué se trata, no nos da una explicación, sino que nos hace una demostración: corta un trozo de aquello, me pone la hoja del cuchillo en una de las mejillas y me empieza a esparcir aquello por la piel diciéndole a Alfonso que mirase lo suave que se quedaba y que además no le iba a molestar el olor por la noche. Uno más de los que cree que estamos casados o vamos a estarlo en breve. Aprovecha para toquetear todo lo que puede y nos vamos sin comprar.

Las “Aguas Rojas” me decepcionan. Son pequeñas terracitas poco profundas y con agua más bien grisácea. La gente se remoja y alguno hay recubierto con barro, ya que se dan baños cerca de allí. Alfonso compra un refresco y lo tomamos mientras miramos el mercadillo cutre y kitsch que se extiende ante nuestros ojos: toallas a la turca, albornoces, manteles, camisetas,… Decidimos retirarnos pronto en dirección a Pamukkale, donde nos echaremos una señora siesta hasta la hora de la puesta de sol.

Nos levantamos otra vez a las 6:45 apurados por si no llegamos a tiempo. Nos hemos dormido más de la cuenta, pero si nos apresuramos, todavía podremos captar buenas tomas. El color de la roca cambia completamente con esa nueva luz; también el color del agua, si bien es cierto que hay nieblilla y las tomas no saldrán como hubiéramos deseado. Nos sorprende que ahora descienda más agua que por la mañana, así como que sople un viento bastante fuerte para la tranquilidad climática que ha habido horas anteriores. La puesta la vemos definitivamente desde arriba, aunque el sol no desaparece tras las montañas, sino tras un montón de nubes.

Descendemos tranquilamente, aprovechando los últimos momentos en Pamukkale, y nos dirigimos a la pensión, donde Hacer nos tiene preparada la cena, puesto que se lo hemos dicho antes. Nos ha cocinado de todo un poco: judías verdes, cigarrillos de börek, diferentes tipos de carne de Ömer se ha preocupado por asarnos a la brasa, ensalada,… Por primera vez, como si estuviera en casa. Me gusta la comida, que compartimos con un japonés que hemos invitado a cenar con nosotros. La conversación me resulta entre extraña y agradable. El pobre ha perdido el pasaporte y mañana tendrá que ir con Ömer a otra ciudad para ver cómo lo soluciona. Me imagino en esa situación y me echo a temblar… ¡Qué horror!

Al terminar, nos acercamos a Hacer para darle las gracias por la cena y saldar las cuentas, y lo que parece una conversación normal y breve se acaba convirtiendo en una conversación larga y curiosa. Decide que su cocina, sucia y grasienta, puede esperar y se nos une para explicarnos que la situación en Turquía ha cambiado mucho en los últimos años: los roles de ambos sexos ya no son los mismos, y que las mujeres ahora son muy afortunadas porque ellos les pagan todos sus caprichos. ¿Afortunadas?, pienso yo… Lo dudo, sobre todo cuando dependen tanto de ellos. Prefiero poderme pagar yo la peluquería, la depilación, los masajes, la ropa, los viajes,… Sin embargo, Hacer se quedará asombrada cuando al desearnos suerte para nuestro futuro, le digamos que no somos pareja. Se echará las manos a la cabeza y nos pedirá perdón una y mil veces por habernos puesto en una habitación doble con cama de matrimonio. Intentamos quitarle peso al asunto repitiéndole que para nosotros no hay ningún problema, pero a ella le cuesta. Al final nos despedimos diciendo que las cosas cambiarán también en Turquía en unos años.

Vamos al ciber un rato y a la vuelta estará la puerta de la pensión cerrada. Menos mal que es bajita y se puede saltar.

martes, 29 de julio de 2008

Día 4: Göreme - Mustafapaşa - Göreme

Tras el tute de ayer, hoy planeamos algo más tranquilo teniendo también en cuenta que a las 20:00 nos sale el autobús a Pamukkale. Nuestra intención inicial es pillar una dolmuş, una pequeña furgoneta que sirve de transporte público entre dos o más localidades, a Ürgup y de allí pillar bicicletas u otra dolmuş a Mustafapaşa. He leído que es uno de los pueblos más bonitos de la zona y que hasta los años veinte estuvo habitado por griegos (Por aquel entonces se llamaba Sinosis). Luego, con el intercambio de poblaciones, éstos lo abandonaron y llegaron nuevos turcos.

Al final, el chico del albergue nos lo arregla para que no tengamos que pillarnos la dolmuş a Ürgüp. Nos ofrece el minibús de un amigo suyo que va para allá a llevar turistas, y aceptamos. Durante el trayecto, tenemos la oportunidad de ver Otishar, que tiene también un castillo.

Al llegar a Ürgüp, nos indican cuál es la dirección que debemos seguir para llegar a nuestro destino, y mientras no pase la dolmuş, que se para simplemente levantando el brazo en cualquier punto del camino, decidimos ir avanzando a pie. Hoy estamos algo de bajón, después de un día tan intenso como el de ayer. Mientras avanzamos, pasamos por un edificio con un rótulo en el que se puede leer: ÜRGÜP MÜDÜRLÜĞÜ. Alfonso se atrevirá a pronunciarlo y de inmediato me dará la risa. De la forma más tonta, empezaremos a recordar aquel juego de infancia de cambiar toda las vocales de una frase por una misma vocal (“Cuando Fernando Séptimo usaba paletó” por “Canda Farnananda Sáptama asaba palatá…”) y a partir de ese momento nacerá el “müdürlüĝü”, un nuevo dialecto del turco-español que nos acompañará a lo largo del día y del viaje.

Mientras andamos, descubriremos dos figuras en medio de un campo verde. Parece que están segando. Ellas también nos ven a nosotros, y al echarles una foto en la distancia, nos invitan a bajar. Dudamos unos segundos, pero aceptamos. Conocemos a dos “Turkish cowboys”, como ellos se definen en un inglés precario. Se dedican al ganado de vacas normalmente y hoy están con la guadaña cortando algún tipo de hierba que no reconozco. Le muestran a Alfonso cómo coger y manejar dicho instrumento y tras algunas fotos con ellos, sin ellos, con la guadaña y sin ella, continuamos nuestro camino hacia Mustafapaşa.

Minutos más tarde aparece la dolmuş y la paramos. Nos recoge y en poco tiempo nos plantamos en la plaza de Mustafapaşa. No parece grande ni tener mucho. En efecto: cuando preguntamos, nos dicen que sólo hay algunas iglesias, pero creo que estamos un poco hartos de roca y frescos. Preferimos gente y diferentes formas de comunicación. Me encanta ver cómo las personas nos las ingeniamos cuando las palabras no sirven. Me encanta ver cómo al acercarnos a comprar unos helados de pistado recubierto con chocolate y almendras, el señor no nos entiende cuando le preguntamos por el horario de regreso de las dolmuş a Ürgüp, pero un trozo de papel, nuestro escaso turco, los números y el lenguaje corporal nos sirven para averiguar la frecuencia de los buses y la hora del último.

Damos una pequeña vuelta por un pueblo que promete poco . El sol cae con intensidad y estamos bajos de ánimos. Por primera vez nos atrevimos a sentarnos en la terraza del bar del pueblo, generalmente copada por señores, quienes se reúnen con amigos y conocidos para charlar, tomar un té o echar una partidita a las cartas, a una especie de dominó, o al tavla. No pocas veces me quedo con ganas de pedirles jugar, pero hay algo que me lo impide: vergüenza, miedo al rechazo, temor a romper las reglas,…

Alfonso pide un çay. Es negro, como el que acostumbran a tomar los turcos, mientras que a los turistas les suelen servir el de manzana, que además abunda en los mercados de Estambul. Yo, en cambio, necesito una Coca-cola. La media por un pedido similar nos suele salir por unas 2,5 liras: una para el té y otra para el refresco. Alfonso se levanta para ir al baño y aprovecha para pasarse por la barra. El señor le pide 1,5 y la reacción de Alfonso es: "¿Y la Coca-Cola?"

Continuamos nuestro paseo sin esperanzas de encontrar demasiado y esperando a que lleguen las 13:45 para pillar la primera dolmuş e irnos. De repente, en un cruce de calles aparecen ante nosotros un grupo de niños, y entre ellos, una niña que empieza a posarnos como si de una auténtica modelo se tratara. Nos mira con sus ojos negros e intensos y los demás la siguen, aunque con menos gracia. Entre ellos, me hace gracia un pequeñín que intenta acabarse una tajada de melón. Minutos más tarde, el momento se acabará con los gritos de la abuela, que imaginamos que les pide que vuelvan, que dejen ya de posar para esos extranjeros. La diviso detrás de un montón de leña, y poco a poco nos alejamos.

Salimos esta vez sí con un objetivo claro: el restaurante puro y duro turco que Alfonso ha calado en la plaza. Sin carteles exteriores en inglés. Al entrar, vemos que la carta sí lo está, pero aún así pedimos: Alfonso un plato con berenjena; yo, un adana kebab: una brocheta de carne picada algo picante acompañada de ensalada y pimientos y tomates a la brasa. Delicioso. Es una pena, porque que nuestra dolmuş parte en pocos minutos y queremos pillarla. Salimos escopetados.

Al llegar a Göreme, el cansancio obligará a Alfonso a echarse en los cojines del saloncito turco que hay en la sala. Yo leo un rato, pero pronto decido irme a dar una vuelta por el pueblo. Son las últimas horas y hay algunos rinconcitos con los me he ido quedando estos días y quiero llevarme conmigo. Estaré alrededor de una hora haciendo fotos y el paseo lo acabaré en una tienda de colgantes, vasos de cerámica, bandejas,… souvenirs turcos “diferentes”, con “estilo”. De hecho, es la primera tienda en la que me decido a entrar después de 4 días en Turquía. La regenta una chica joven que oigo hablar en turco. Por un momento, pienso que es de allí, pero a lo largo de la conversación me explica que es holandesa y que lleva 3 años en Göreme, con su novio, que sí es de allí. Acaban de abrir la tienda, e intenta traer productos artesanales de diferentes partes de Turquía, para lo cual está viajando bastante por el país. Aunque me lo estoy pasando bien, son las 6:30, hora que he acordado con Alfonso para reencontrarnos en el albergue, ducharnos y salir.

Nuestra última hora en Göreme la aprovechamos para cenar algo. Volvemos a la tienda-restaurante con terraza agradable de un par de noches atrás. Esta vez coincidimos ambos nuevamente en nuestra elección gastronómica: gözleme con perejil y queso. Para beber, zumo.

A las 8 nos metemos en el bus nocturno que nos llevará a Pamukkale en aproximadamente 10 horas. Antes de dormir, nos dan un par de ataques divertidos con el müdürlüğü y las fuentecillas de agua. Creemos que el autobús entero debe pensar que nos hemos tomado una botellita entera de raki antes de montarnos, pues no podemos contener nuestros ataques de risa.

Día 3: Por los valles de la Capadoccia en bicicleta

Nos levantamos tempranísimo, a las 4:30, y ya hay luz. A las 5 nos viene a recoger el minibús de la compañía de los globos y nos lleva al lugar de partida. Los están preparando. A los pocos minutos, nos dirigimos hacia el nuestro. Somos alrededor de 10 personas en la canasta; relativamente pocos, dado que hay otros que llevan hasta 36. David será quien lo conduzca. Es un australiano que vendió su compañía de globos en su país y ahora se dedica a ir trabajando por el mundo, al tiempo que aprovecha para viajar. Cada pocos minutos le va dando al gas y sobre nuestras cabezas se enciende una llama gigantesca que abrasa nuestros cuellos. No me gusta nada. Odio el gas, pero no estoy dispuesta a renunciar a la experiencia. Tampoco sé si sentiré miedo o vértigo cuando la cesta empiece a elevarse. A los pocos minutos me sorprende no sentir ni siquiera hormiguitas en el estómago.

La hora y media de vuelo será una experiencia extraña. Agradable, curiosa,… pero todavía no me hago la idea de que he estado hora y media montada en un globo, en ocasiones rozando las piedras; en otras, a unos 700 metros de altura. Creo que impresiona más desde abajo. Atravesamos los diferentes valles capadoccianos y llego a la conclusión de que Gaudí estuvo en estas tierras y en ellas se inspiró para sus construcciones. Son tan sumamente parecidas… Podría señalar lugares concretos que se reproducen en las casas Batlló y Milà, que son las que más veces he visitado. Esas curvas, ese parecido con los huesos, el tacto tosco de la roca, su color blanco, rosado,..

Regresamos al albergue sobre las 8 y nos alegra reencontrarnos de nuevo con las hermanas, con quienes intercambiamos impresiones y experiencias de vuelo. Para desayunar, compartimos un menem em y un French toast, que vienen a ser unas torrijas con miel. Me saben a gloria.

Sin entretenernos mucho más, bajamos al pueblo a pillar un par de mountain bikes. Hoy tenemos un plan ambicioso: queremos recorrernos diferentes valles y pasar por algunos de los puntos más sugerentes de la zona. Sin duda alguna, nuestras cámaras nos acompañas en todo momento. Compramos un mapa en Información y turismo y nos debatimos si ir por carretera o por caminos rurales. Al final, nos decantaremos por la segunda opción. Sin embargo, veremos que no es tan fácil como creíamos: muchos son de arena y no siempre es fácil pedalear en ella. De hecho, si gran parte del trayecto es así, tendremos que renunciar a nuestro gran plan. Con la paciencia de Alfonso, aprendo a cambiar las marchas en cada tipo de terreno.

Sin esperarlo, y bajo el sol de mediodía, topamos con Çarbusi, una ciudad cavada en una montaña y abandonada en 1962 tras un gran terremoto. Es impresionante, y por momentos creo estar atravesando un belén por el tipo de construcciones que hay. Por otros, creo estar metida en un capítulo de los Picapiedra. Reponemos fuerzas a base de Coca-cola en una terraza, y nos disponemos a subir. Uno de los turcos que merodea por allí abajo se ofrece a mostrarnos el laberinto por 2 millones de liras, de las antiguas, claro. Preferimos ir a nuestra bola, y nos sale bien la jugada. Estaremos más de dos horas, y ahí empezarán los momentos de flojera mental y de las tonterías divertidas que acabaremos haciendo a lo largo del día: desde recordar momentos de infancia y describir curvas de agua en el aire, hasta matar a japoneses con las cámaras de fotos.

Sobre la 1:30, continuamos nuestra ruta hacia el Valle de Pasabagi, uno de los más conocidos. Para mi gusto, el paisaje será en algunos momentos casi lunar, con montañas completamente blancas a un lado. Llegamos y nos dejamos perder por aquel jardín de “enormes champiñones mágicos”, y nunca mejor dicho, dado que será aquí donde empezaremos matar a grupos de japonesas que se nos acercan. Nos podemos de espalda el uno contra el otro, caminamos en direcciones opuestas contando hasta cinco, y entonces deberemos darnos la vuelta y dispararnos. La secuencia es de chiste y surge efecto. Las japonesas se mueren de la risa, al tiempo que están perfectas para que se las capte con una cámara oculta. Me hubiera encantado verlas. Repetimos la acción varias veces, con sus consecuentes revolcones. Alfonso acaba llenito de arena, pero nos morimos de la risa. De pronto, una anciana japonesa se nos acerca y entre risas nos suelta: “I think it’s too hot”. Definitivamente: locura calurosa es lo que sufrimos.

Del jardín mágico saltaremos a las dunas lunares que hay un poco más arriba, y allí nos echaremos una serie de fotos divertidas en las que parece que saltemos sobre la superficie lunar. De repente, nuestra tranquilidad fotográfica se ve interrumpida por una horda de turistas japoneses, que posan con los champiñones al fondo. Van tapados con chaquetas, guantes y gorras para evitar que la piel se les ponga morena, ya que en sus países sólo se exponen al sol la gente de clase baja y trabajadora. Contrariamente, mis hombros me empiezan a arder por el efecto solar y acabamos decidiendo que definitivamente hay que pasar por una farmacia para comprar crema solar. Cuando los japoneses acaben, posaremos nosotros imitándolos, lo que dispara nuevas carcajadas por parte del grupo nipón.

A este grupo lo seguirá otro de españoles, ante los que fingiremos ser eslavos. Alfonso habla en polaco; yo respondo en serbio, y en contexto y el conocimiento compartido que ambos tenemos nos ayuda a entendernos sin grandes problemas. Me gusta la sensación, y me anima a continuar empeñada en aprender más y mejor el serbio.

Sobre las 16:00 decidiremos retirarnos en la siguiente localidad, Zelve. El sol pega con demasiada intensidad y pedalear incluso hasta la cuesta más sencilla me cuesta. Nos sentamos en una terraza y pedimos un gözleme de espinas y queso por 3 liras. Normalmente los hemos visto a 4. Me sabe a gloria, y lo acompañamos de un ayran y, a continuación, de un café turco. Quiero vivir la experiencia en Turquía y comprobar si sabe igual que el serbio. Efectivamente: granuloso y con un dedo de posos al final. Alfonso se decanta por un çay.

Sobre las 17:30 partiremos de nuevo y para desgracia mía, me costará mucho seguir el ritmo. Empiezo a estar cansada, tengo calor, el estómago lleno y las cuestas me suponen un gran esfuerzo. Además, no puedo dejar de pensar en la vuelta y en que queda aproximadamente una hora y media de sol. Por momentos, estoy dispuesta a decirle a Alfonso que él continúe, pero que yo me retiro. Pero hay algo que no me deja, y al final decido seguir adelante. Kilómetros más allá, encontraremos un auténtico valle de rocas rosadas con formas de lo más sugestivas: camellos, cobras, pájaros, druidas, meninas,…

No quiero pensar más en el cansancio y sólo deseo que lleguen las bajadas. Todo el esfuerzo anterior compensa ahora con kilómetros de llanura y bajas que me llevan rápidamente hasta Ürgüp. El único momento un tanto peligroso me parece que es aquel en el que un perro me asalta en el medio de la calzada y no puedo evitar gritar y empezar a pedalear como una loca. Me hubiera gustado ver mi reacción. Espero a Alfonso en la entrada de Ürgüp. Seguro que se ha quedado atrás haciendo alguna foto.

Al reencontrarnos, continuamos nuestro pedaleo, pero la cuesta que se nos avecina me mata. La intento, pero rápidamente me rindo y siento que necesito bajar y andar. Así continuaré el resto del viaje: a trozos en bici, a trozos andando. No tardaremos en llegar a una panorámica de Ürgüp, algunos champiñones y el volcán Erciyes al fondo. Me acerco a comprar agua a una pequeña tienda y ante mi cara de agotamiento, el señor y su esposa me invitan a tomarme un té. Pero lo rechazo. Alfonso me está esperando y no podemos “perder” mucho tiempo porque el sol no tardará en ponerse y nuestras bicis no llevan luz.

Tras algunas fotos divertidas con las que nos echamos algunas risas y me levantan el ánimo y el agotamiento, procedemos al tramo final: 3 kilómetros de cuestas, y 3 de descenso al valle de Göreme con una pendiente de un 10%. Las carreteras no especialmente bien asfaltadas, el tráfico abundante de esa hora punta y la conducción un tanto temeraria de los turcos me dan miedo en algún momento. Pero no me rindo. Sigo y pronto me recompensa el paisaje: ante mi se abre el Valle de Göreme y la puesta de sol. Me gusta.

Minutos más tarde llegamos a Göreme y lo primero que hacemos es sentarnos en el bordillo de una calzada y recompensarnos con un litro de zumo de manzana que sabe riquísimo y una tableta de chocolate, también deliciosa.

Antes de regresar al albergue, devolvemos las bicicletas y nos pasamos por la estación de autobuses para pillarnos el billete del mañana. Hemos decidido que nuestro siguiente destino será Pamukkale. Son casi las 9 y la estación está llena de backpackers que esperan sus respectivos autobuses. Entre ellos, nos alegra encontrarnos por casualidad con dos caras conocidas: Alysia y Anissa, que se van para Olimpo. Cuando se marchan, compramos los billetes y nos pasamos por el ciber para ver algunas de las fotos que hemos hecho. No puedo evitar sentir cansancio, pero también orgullo.